Blog católico de Javier Olivares-baionés jubilado-Baiona
"
Educar en templanza y sobriedad" (I)
Tened
valor para educar en la austeridad -decía san Josemaría a un grupo de
familias-; si no, no haréis nada". Sobre esta virtud se centra este nuevo
texto de la serie dedicada a la familia.
FAMILIA24
de Marzo de 2011
Opus
Dei - Educar en templanza y sobriedad (I)Foto: sean dreilinger (Creative
Commons)
En
la labor de educación, cuando los padres niegan a sus hijos algún deseo, es
fácil que éstos pregunten por qué no pueden seguir la moda, o comer algo que no
les gusta, o qué les impide pasar horas navegando por internet, o jugando en el
ordenador. La respuesta que viene espontánea puede ser, simplemente, “porque no
nos podemos permitir ese gasto” o “porque debes terminar tus tareas” o, en el
mejor de los casos, “porque acabarás siendo un caprichoso”.
Son
respuestas hasta cierto punto válidas, al menos para salir de un momentáneo
atolladero, pero que sin pretenderlo pueden ocultar la belleza de la virtud de
la templanza, haciendo que aparezca ante los hijos como una simple negación de
lo que atrae.
Por
el contrario, como cualquier virtud, la templanza es fundamentalmente
afirmativa. Capacita a la persona para hacerse dueña de sí misma, pone orden en
la sensibilidad y la afectividad, en los gustos y deseos, en las tendencias más
íntimas del yo: en definitiva, nos procura el equilibrio en el uso de los
bienes materiales, y nos ayuda a aspirar al bien mejor [1]. De modo que, de
acuerdo con Santo Tomás, la templanza podría situarse en la raíz misma de la
vida sensible y espiritual [2]. No en balde, si se leen con atención las
bienaventuranzas se observa que, de un modo u otro, casi todas están
relacionadas con esta virtud. Sin ella no se puede ver a Dios, ni ser consolados,
ni heredar la tierra y el cielo, ni soportar con paciencia la injusticia [3]:
la templanza encauza las energías humanas para mover el molino de todas las
virtudes.
Señorío
1.-El
cristianismo no se limita a decir que el placer es algo “permitido”. Lo considera,
más bien, como algo positivamente bueno, pues Dios mismo lo ha puesto en la
naturaleza de las cosas, como resultado de la satisfacción de nuestras
tendencias. Pero esto es compatible con la conciencia de que el pecado original
existe, y ha desordenado las pasiones. Todos comprendemos bien por qué San
Pablo dice hago el mal que no quiero [4]; es como si el mal y el pecado
hubiesen sido injertados en el corazón humano que, después de la caída
original, se halla en la tesitura de tener que defenderse de sí mismo. Ahí se
revela la función de la templanza, que protege y orienta el orden interior de
las personas.
Uno
de los primeros puntos de Camino puede servir para encuadrar el lugar de la
templanza en la vida de las mujeres y de los hombres: Acostúmbrate a decir que
no [5]. San Josemaría explicaba a su confesor el sentido de este punto,
señalando que es más sencillo decir que sí: a la ambición, a los sentidos… [6].
En una tertulia, comentaba que cuando decimos que sí, todo son facilidades;
pero cuando hemos de decir que no, viene la lucha, y a veces no viene la
victoria en la lucha, sino la derrota. Por lo tanto, nos hemos de acostumbrar a
decir que no para vencer en esa lucha. Porque de esta victoria interna sale la
paz para nuestro corazón, y la paz que llevamos a nuestros hogares –cada uno,
al vuestro–, y la paz que llevamos a la sociedad y al mundo entero [7].
Decir
que no, en muchas ocasiones, conlleva una victoria interna que es fuente de
paz. Es negarse a lo que aleja de Dios –a las ambiciones del yo, a las pasiones
desordenadas–; es la vía imprescindible para afirmar la propia libertad; es un
modo de colocarse en el mundo y frente al mundo.
Cuando
alguien dice que sí a todos y a todo lo que le rodea o le apetece, cae en el
anonimato; de alguna forma se despersonaliza; es como un muñeco movido por la
voluntad de otros. Tal vez hayamos conocido a alguna persona que es así,
incapaz de decir que no a los impulsos del ambiente o a los deseos de quienes
le rodean. Son personas aduladoras en las que el aparente afán de servicio
revela falta de carácter o, incluso, hipocresía; son personas incapaces de
complicarse la vida con un “no”.
2.-Porque
quien dice que sí a todo, en el fondo, demuestra que, aparte de sí mismo, poco
le importa. Quien, en cambio, sabe que guarda un tesoro en su corazón [8],
lucha contra lo que se le opone. Por eso, “decir que no” a algunas cosas es,
sobre todo, comprometerse con otras, situarse en el mundo, declarar ante los
demás la propia escala de valores, su forma de ser y de comportarse. Supone
–cuanto menos– querer forjar el carácter, comprometerse con lo que realmente se
estima, y darlo a conocer con las propias acciones.
La
expresión de algo o alguien “bien templado” produce una idea de solidez, de
consistencia: Templanza es señorío . Señorío que se logra cuando se es
consciente de que no todo lo que experimentamos en el cuerpo y en el alma ha de
resolverse a rienda suelta. No todo lo que se puede hacer se debe hacer.
Resulta más cómodo dejarse arrastrar por los impulsos que llaman naturales;
pero al final de ese camino se encuentra la tristeza, el aislamiento en la
propia miseria [9].
El
hombre acaba dependiendo de las sensaciones que el ambiente despierta en él, y
buscando la felicidad en sensaciones fugaces, falsas, que –precisamente por ser
pasajeras– nunca satisfacen. El destemplado no puede encontrar la paz, va dando
bandazos de una parte a otra, y acaba por empeñarse en una búsqueda sin fin,
que se convierte en una auténtica fuga de sí mismo. Es un eterno insatisfecho,
que vive como si no pudiera conformarse con su situación, como si fuera
necesario buscar siempre una nueva sensación.
En
pocos vicios se ve mejor que en la destemplanza la servidumbre del pecado. Como
dice el Apóstol, en su desesperación se entregaron al desvarío [10]. El
destemplado parece haber perdido el control de sí mismo, volcado como está en
buscar sensaciones. Por el contrario, la templanza cuenta entre sus frutos con
la serenidad y el reposo. No acalla ni niega los deseos y pasiones, pero hace
al hombre verdaderamente dueño, señor. La paz es «tranquilidad en el orden»
[11], sólo se encuentra en un corazón seguro de sí mismo, y dispuesto a darse.
Templanza
y sobriedad
1.-¿Cómo
se puede enseñar la virtud de la templanza? En numerosas ocasiones, San
Josemaría ha abordado la cuestión, haciendo hincapié en dos ideas
fundamentales: para educar son necesarias la fortaleza y el ejemplo, y promover
la libertad. Así, comentaba que los padres deben enseñar a sus hijos a vivir
con sobriedad, a llevar una vida un poco espartana, es decir, cristiana. Es
difícil, pero hay que ser valientes: tened valor para educar en la austeridad;
si no, no haréis nada [12].
De
lo dicho anteriormente, resulta que es indudable la importancia de esta virtud;
pero puede parecer sorprendente que San Josemaría considere que una vida
espartana sea sinónimo de algo cristiano , o al revés, que lo cristiano se
explique por lo espartano . Parece que la solución de la paradoja está en
relacionar la vida espartana con la importancia que tiene la valentía –parte de
la virtud de la fortaleza– para educar la templanza.
Además,
aquí se han de distinguir dos sentidos de valentía: en primer lugar, es preciso
ser valiente para asumir personalmente ese modo de vida espartano –es decir,
cristiano–. Nadie da lo que no tiene, y más si se considera que para enseñar la
virtud de la templanza es capital el ejemplo y la experiencia propia.
Precisamente por tratarse de una virtud cuyas acciones se dirigen al
desprendimiento, resulta fundamental que los educandos vean ante sí sus
efectos.
Si
quienes son sobrios transmiten alegría y paz de ánimo, los hijos tendrán un
incentivo para imitar a sus padres. El modo más sencillo y natural de
transmitir esta virtud es el ambiente familiar, sobre todo cuando los niños son
pequeños. Si ven que los padres renuncian con elegancia a lo que a ellos les
parece un capricho, o sacrifican su propio descanso por atender a la familia
–por ejemplo, por ayudarles con las tareas del Colegio, o a bañar o dar de
comer a los pequeños o a jugar con ellos–, asimilarán el sentido de esas
acciones y las relacionarán con la atmósfera que se respira en el hogar.
2.-En
segundo lugar, también hace falta valentía para proponer la virtud de la
templanza, como un estilo de vida bueno y deseable. Es cierto que cuando los
padres viven de un modo sobrio, será más fácil sugerirla a través de
comportamientos concretos. Pero a veces, les puede venir la duda de hasta qué
punto no están interfiriendo en la legítima libertad de los hijos, o
imponiéndoles , sin derecho, el propio modo de vivir. Incluso cabe que se
planteen si es eficaz imponer o mandar algo que no parece que los hijos puedan
o no quieran asumir. Si se les niega un antojo, ¿no permanece el deseo, máxime
cuando sus amigos tienen eso? ¿No se fomenta así que se sienta “discriminado”
en sus relaciones sociales? O, aún peor, ¿no es una ocasión para que se distancie
de sus padres, y que sea insincero?
En
el fondo, si somos realistas, nos damos cuenta de que ninguno de estos motivos
es suficientemente convincente. Cuando uno se comporta con sobriedad, descubre
que la templanza es un bien, y que no se trata de cargar absurdamente a los
hijos con un fardo insoportable, sino de prepararles para la vida. La sobriedad
no es simplemente un modelo de conducta que uno “elige” y que no se puede
imponer a nadie, sino que es una virtud necesaria para poner un poco de orden en
el caos que el pecado original ha introducido en la naturaleza humana.
Se
trata de ser conscientes de que toda persona, por tanto, ha de luchar por
adquirirla, si quiere ser dueño y señor de sí mismo. Es preciso convencerse de
que no basta el buen ejemplo para educar. Hay que saber explicar, saber
fomentar situaciones en las que puedan ejercer la virtud y, llegado el caso,
saber oponerse –y pedir al Señor la fuerza para hacerlo– a los caprichos que el
ambiente y los apetitos del niño –ciertamente naturales, pero mediados ya por
una incipiente concupiscencia– reclaman.
Libertad
y templanza
1.-Por
lo demás, se trata de educar en templanza y libertad al mismo tiempo: son dos
ámbitos que se pueden distinguir, pero no separar; sobre todo, porque la
libertad “atraviesa” todo el ser de la persona y está en la base de la
educación misma. La educación se dirige a que cada cual se capacite para tomar
libremente las decisiones acertadas que configurarán su vida.
No
se educa con una actitud protectora en la que, de hecho, los padres acaban
suplantando la voluntad del niño y controlando cada uno de sus movimientos. Ni
tampoco con una acción tan excesivamente autoritaria que no deja espacio al
crecimiento de la personalidad y del propio criterio. En ambos casos, el
resultado final se parecerá más a un sucedáneo de nosotros mismos o a un
caricatura de persona sin carácter.
Lo
acertado es ir dejando que el hijo vaya tomando sus decisiones de modo acorde
con su edad; y que aprenda a elegir haciéndole ver las consecuencias de sus
actos, a la vez que percibe el apoyo de sus padres –y de quienes intervienen en
su educación– para acertar en lo que elige o, eventualmente, para rectificar
una decisión errada.
Un
sucedido que San Josemaría contó en diversas ocasiones sobre su infancia
resulta ilustrativo: sus padres no transigían con sus caprichos; y ante una
comida que no le gustaba, su madre –en vez de prepararle otra cosa– señalaba
que ya comería del segundo plato… Así, hasta que un día el niño lanzó la comida
contra la pared… y sus padres la dejaron manchada varios meses, de modo que
tuviese bien presentes las consecuencias de su acción [13].
2.-La
actitud de los padres de San Josemaría refleja cómo se puede conjuntar el respeto
por la libertad del hijo con la necesaria fortaleza para no transigir a lo que
son meros caprichos. Lógicamente, el modo de afrontar cada situación será
diverso. En educación, no hay recetas generales; lo que cuenta es buscar lo
mejor para el educando y tener claras –por haberlas experimentado– cuáles son
las cosas buenas que hay que enseñarle a querer, y cuáles son las cosas que le
pueden resultar dañinas. En todo caso, conviene mantener y promover el
principio del respeto a la libertad: es preferible equivocarse en algunas
situaciones que imponer siempre el propio juicio; más aún si los hijos lo
perciben como algo poco razonable o incluso arbitrario.
Esa
pequeña anécdota del “plato roto” nos proporciona, además, la ocasión para
reparar en uno de los primeros campos en los que cabe educar la virtud de la
templanza: el de las comidas. Todo lo que se haga por fomentar las buenas
maneras, la moderación y la sobriedad ayuda a adquirir esta virtud.
Ciertamente,
cada edad presenta circunstancias específicas que hacen que la formación deba
afrontarse de modos diversos. La adolescencia requerirá más la mesura en las
relaciones sociales que la infancia, a la vez que permitirá racionalizar mejor
los motivos que llevan a vivir de un modo u otro, pero la templanza en las
comidas puede desarrollarse desde niños con relativa facilidad, dotándole de
unos recursos –fortaleza en la voluntad y autodominio– que le serán de
indudable utilidad cuando llegue el momento de luchar con templanza en la
adolescencia.
Así,
por ejemplo, preparar menús variados, saber cortar caprichos o rarezas, animar
a terminar la comida que no gusta, a no dejar nada de lo que se han servido en
el plato, enseñar a usar los cubiertos o a esperar que se sirvan todos antes de
empezar a comer, son modos concretos de fortalecer la voluntad del niño.
Además, durante la infancia, el clima familiar de sobriedad que tratan de vivir
los padres –¡valientemente sobrios!– se transmite como por ósmosis, sin que se
tenga que hacer nada especial.
Si
la comida que sobra no se tira, sino que se utiliza para completar otros
platos; si los padres no comen entre horas, o dejan que los demás repitan
primero del postre que tanto éxito ha tenido, los chicos crecen considerando
natural tal modo de proceder. En el momento adecuado, se darán las
explicaciones del porqué se actúa así, de forma que puedan entenderlas:
relacionándolo con el bien de la propia salud, o para ser generosos y demostrar
el cariño que se tiene al hermano, o como un modo de ofrecer un pequeño sacrificio
a Jesús… motivos que muchas veces los niños entienden mejor de lo que los
adultos pensamos.
Continuará en
" Educar en templanza y sobriedad" (II)
J.M. Martín
y J. De la Vega
[1] Cfr.
Catecismo de la Iglesia Católica , n. 1809.
[2] Cfr. Santo Tomás, S. Th . II-II, q. 141, aa. 4, 6,
y S. Th . I, q. 76, a.
5.
[3] Cfr. Mt
5, 3-11.
[4] Rm 7,
19.
[5] San
Josemaría, Camino , n. 5.
[6] San
Josemaría, Autógrafo, en P. Rodríguez (ed.), Camino. Edición crítico-histórica
, Rialp, Madrid Madrid 2002 p. 219.
[7] San
Josemaría, Tertulia, 28-X-1972, en P. Rodríguez (ed.), Camino. Edición
crítico-histórica , Rialp, Madrid 2002 p. 219.
[8] Cfr. Mt
6, 21.
[9] San Josemaría,
Amigos de Dios , n. 84.
[10] Ef 4,
19.
[11] San Agustín,
De civitate Dei , 19, 13.
[12] San
Josemaría, Tertulia en Castelldaura (Barcelona), 28-XI-1972. Vid.
http://www.es.josemariaescriva.info/articulo/la-educacion-de-los-hijos.
[13] Cfr. A.
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (I) , Rialp, Madrid 1997, p. 33.
Educar en templanza y sobriedad (y II)
Sección "Textos sobre la familia"