Cuarto Domingo de Cuaresma.
Conforme pasan los domingos de Cuaresma,
nos acercamos a la Pascua.
Cada domingo tenemos un tema de MEDITACIÓN y conviene
meternos en el corazón de Dios, amabilísimo, y que por nosotros
nos ha envado a JESUCRISTO para nuestra salvación.
DE LUIS DE MOYA, RECIBIMOS ESTAS CONSIDERACIONES
PARA ESTE DOMINGO.
Día 22 IV Domingo de Cuaresma
Evangelio: Jn 3, 14-21 Igual que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así debe ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en él. Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no es juzgado; pero quien no cree ya está juzgado, porque no cree en el nombre del Hijo Unigénito de Dios. Éste es el juicio: que vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz, para que sus obras no le acusen. Pero el que obra según la verdad viene a la luz, para que sus obras se pongan de manifiesto, porque han sido hechas según Dios.
El verdadero amor
¡Qué bien ponen de manifiesto estas palabras del Señor lo que sucede, por desgracia, tantas veces entre nosotros! Con frecuencia nos cuesta demasiado reconocer nuestros errores y pecados. En el fondo nos sabemos egoístas, cómodos, orgullosos…, pero no estamos dispuestos a admitirlo. Evitamos que los demás noten nuestra maldad, y nos cuesta, asimismo, sentirnos pecadores ante nuestra conciencia. Es la soberbia, ese querer sentirnos a toda costa perfectos –aun a costa de la verdad–, lo que nos induce al engaño. Tenemos tanto apego a nosotros mismos, a vernos en la plenitud de las virtudes, a sentirnos perfectos, que consentimos en juzgarnos injustamente, sin la veracidad que reclama toda justicia. Entornamos –y a veces casi cerramos– los ojos de nuestra razón para no contemplar nuestra cruda y desagradable verdad.
Nuestra conducta ordinariamente es manifiesta para muchos. Somos espectáculo del mundo y no sólo de nosotros mismos, de nuestra conciencia. Es continua la tentación de buscar el aplauso ajeno y podría hacerse habitual caer en ella aun a costa de disimular, también habitualmente, nuestra realidad. Este engaño llegaría a ser entonces una norma de conducta. Lo es, de hecho, en esas personas que no saben sufrir una humillación; que, en el fondo, son esclavas de un pretendido prestigio que consideren imprescindible. Sin paz, por la permanente tensión al aparentar,
se agotan por quedar bien.
Jesucristo retrata a la perfección esa actitud tan humana, tan tristemente humana: los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Muchas veces eludimos ser claros: no estamos dispuestos a vernos imperfectos y menos aún querremos que nos contemplen así, que sepan que pudiendo hacer el bien no quisimos, que fuimos culpables, que no tenemos derecho alguno a ser admirados, antes al contrario, que merecemos un justo castigo.
El verdadero problema, derivado de la inclinación al mal –consecuencia del pecado original–, es ese simultáneo apego que tan bien manifestaba san Pablo: no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Y si yo hago lo que no quiero, no soy yo quien lo realiza, sino el pecado que habita en mí. Así pues, al querer yo hacer el bien encuentro esta ley: que el mal está en mí; pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu y me esclaviza bajo la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte...? Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo Señor nuestro... Es admirable la humildad y franqueza del Apóstol: con sencillez, reconoce el conflicto que nota en su interior entre el bien y el mal. Solo, se siente incapaz de superarlo
y se acoge a la misericordia de Dios.
Por una parte, en efecto, queremos apasionadamente vernos pletóricos de perfección; simultáneamente, por otra, con frecuencia nos dejamos arrastrar voluntariamente por el mal. Y el único modo de salvar, sin Dios, la evidente contradicción es tan injusto como aparente: cegar la propia inteligencia, pues todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz,
para que sus obras no le acusen, como había advertido el propio Jesús.
Jesucristo vino al mundo para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna…, para que el mundo se salve por Él. Así nos manifestó Dios su amor. Es Dios mismo que se entrega por nosotros, que se nos entrega para que podamos compartir con Él su vida. Nos enseña así a amar, no buscando ante todo la propia plenitud sino, por el contrario, el bien pleno del amado: muchas veces el bien de los demás y, siempre, el amor a Dios.
A diario y de continuo tenemos ocasiones de procurar lo mejor para otros. Sólo así podremos decir de verdad que los queremos. Pero ese amor, únicamente será una realidad, si de hecho ponemos lo mejor de nosotros –la inteligencia, el corazón, todo nuestro empeño y nuestra libertad– a su favor; si también podemos decir, con verdad, que, como Jesús, nos entregamos amando,
si estamos dispuestos a todo al amar.
San Josemaría ejemplificaba gráficamente este cariño que espera Dios de cada uno –hacia Él, hacia los demás por Él–, para que no trivialicemos el amor confundiéndolo
con un mero "cierto interés…" :
Me dices que sí, que quieres. —Bien, pero ¿quieres como un avaro quiere su oro, como una madre quiere a su hijo, como un ambicioso quiere los honores o como un pobrecito sensual su placer? —¿No? —Entonces no quieres.
Desde Nazaret al Calvario, pasando por Belén y por cada instante de su vida –toda ella de amorosa esclava del Señor–, María puso de su parte cuanto pudo por servir. No nos imaginamos a la Madre de Dios un poco menos entregada o menos heróica de lo conveniente,
porque el suyo era un amor de verdad.
Evangelio: Jn 3, 14-21 Igual que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así debe ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en él. Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no es juzgado; pero quien no cree ya está juzgado, porque no cree en el nombre del Hijo Unigénito de Dios. Éste es el juicio: que vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz, para que sus obras no le acusen. Pero el que obra según la verdad viene a la luz, para que sus obras se pongan de manifiesto, porque han sido hechas según Dios.
El verdadero amor
¡Qué bien ponen de manifiesto estas palabras del Señor lo que sucede, por desgracia, tantas veces entre nosotros! Con frecuencia nos cuesta demasiado reconocer nuestros errores y pecados. En el fondo nos sabemos egoístas, cómodos, orgullosos…, pero no estamos dispuestos a admitirlo. Evitamos que los demás noten nuestra maldad, y nos cuesta, asimismo, sentirnos pecadores ante nuestra conciencia. Es la soberbia, ese querer sentirnos a toda costa perfectos –aun a costa de la verdad–, lo que nos induce al engaño. Tenemos tanto apego a nosotros mismos, a vernos en la plenitud de las virtudes, a sentirnos perfectos, que consentimos en juzgarnos injustamente, sin la veracidad que reclama toda justicia. Entornamos –y a veces casi cerramos– los ojos de nuestra razón para no contemplar nuestra cruda y desagradable verdad.
Nuestra conducta ordinariamente es manifiesta para muchos. Somos espectáculo del mundo y no sólo de nosotros mismos, de nuestra conciencia. Es continua la tentación de buscar el aplauso ajeno y podría hacerse habitual caer en ella aun a costa de disimular, también habitualmente, nuestra realidad. Este engaño llegaría a ser entonces una norma de conducta. Lo es, de hecho, en esas personas que no saben sufrir una humillación; que, en el fondo, son esclavas de un pretendido prestigio que consideren imprescindible. Sin paz, por la permanente tensión al aparentar,
se agotan por quedar bien.
Jesucristo retrata a la perfección esa actitud tan humana, tan tristemente humana: los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Muchas veces eludimos ser claros: no estamos dispuestos a vernos imperfectos y menos aún querremos que nos contemplen así, que sepan que pudiendo hacer el bien no quisimos, que fuimos culpables, que no tenemos derecho alguno a ser admirados, antes al contrario, que merecemos un justo castigo.
El verdadero problema, derivado de la inclinación al mal –consecuencia del pecado original–, es ese simultáneo apego que tan bien manifestaba san Pablo: no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Y si yo hago lo que no quiero, no soy yo quien lo realiza, sino el pecado que habita en mí. Así pues, al querer yo hacer el bien encuentro esta ley: que el mal está en mí; pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu y me esclaviza bajo la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte...? Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo Señor nuestro... Es admirable la humildad y franqueza del Apóstol: con sencillez, reconoce el conflicto que nota en su interior entre el bien y el mal. Solo, se siente incapaz de superarlo
y se acoge a la misericordia de Dios.
Por una parte, en efecto, queremos apasionadamente vernos pletóricos de perfección; simultáneamente, por otra, con frecuencia nos dejamos arrastrar voluntariamente por el mal. Y el único modo de salvar, sin Dios, la evidente contradicción es tan injusto como aparente: cegar la propia inteligencia, pues todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz,
para que sus obras no le acusen, como había advertido el propio Jesús.
Jesucristo vino al mundo para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna…, para que el mundo se salve por Él. Así nos manifestó Dios su amor. Es Dios mismo que se entrega por nosotros, que se nos entrega para que podamos compartir con Él su vida. Nos enseña así a amar, no buscando ante todo la propia plenitud sino, por el contrario, el bien pleno del amado: muchas veces el bien de los demás y, siempre, el amor a Dios.
A diario y de continuo tenemos ocasiones de procurar lo mejor para otros. Sólo así podremos decir de verdad que los queremos. Pero ese amor, únicamente será una realidad, si de hecho ponemos lo mejor de nosotros –la inteligencia, el corazón, todo nuestro empeño y nuestra libertad– a su favor; si también podemos decir, con verdad, que, como Jesús, nos entregamos amando,
si estamos dispuestos a todo al amar.
San Josemaría ejemplificaba gráficamente este cariño que espera Dios de cada uno –hacia Él, hacia los demás por Él–, para que no trivialicemos el amor confundiéndolo
con un mero "cierto interés…" :
Me dices que sí, que quieres. —Bien, pero ¿quieres como un avaro quiere su oro, como una madre quiere a su hijo, como un ambicioso quiere los honores o como un pobrecito sensual su placer? —¿No? —Entonces no quieres.
Desde Nazaret al Calvario, pasando por Belén y por cada instante de su vida –toda ella de amorosa esclava del Señor–, María puso de su parte cuanto pudo por servir. No nos imaginamos a la Madre de Dios un poco menos entregada o menos heróica de lo conveniente,
porque el suyo era un amor de verdad.
Que esta consideración nos mejore
un poco más.
un poco más.
Me gusta leer despacio lo que dice y meditarlo. De por seguro que su blog nos hace crecer a muchos. Gracias
ResponderEliminarAna LL.