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martes, 31 de julio de 2012

Cinco carteles


Cinco carteles.
Una anécdota al alcance
 de todos los bolsillos,
digo de todos las edades,
 de todas las posibilidades, 
de todos los gustos,
 pero de toda importancia
 para no tomarlo a broma.
 Atención pues hermanos, 
porque el tiempo pasa 
y después... es demasiado tarde!.
Franja
      Cinco carteles estaban a la puerta
 de un templo parroquial.
 El primer cartel mostraba a un niño gordito,
 de esos que anuncian alimentos para bebés,
  chucherías y patatas fritas, debajo habían escrito: 
“Demasiado joven para amar a Dios”.
El segundo presentaba a una pareja 
de “palomos” recién casados dándose un besito; 
el correspondiente letrero avisaba:
 “Demasiado felices para amar a Dios”.
 
Le seguía un tercero: una ejecutiva
 rodeado de teléfonos
 y con cara de desarrollar una tarea febril;
debajo habían escrito: 
“Demasiado ocupada para amar a Dios”.
 A continuación, un ricachón gordo,
 con los dedos de las manos llenos 
de relucientes anillos de oro y pedrería,
 un habano en la boca, 
en el momento de descender de un cochazo de lujo;
debajo estaba escrito:
 “Demasiado seguro de sí mismo para amar a Dios”.
 Y finalizaba la serie con una sepultura;
y debajo estaba escrito en rojo: 
“Demasiado tarde para amar a Dios”.
Confeccionado por 
Franja
Y ahora una anécdota ejemplar:
            EN UN SUEÑO
La princesa Palatina, inmortalizada por la elocuencia de Bossuet, solía reírse de la fe católica. No podía reprimir su desdén cuando se hablaba de los misterios de la fe; le parecían tonterías de gente simple y crédula. Decía: 
Sería para mí el mayor de los milagros 
hacerme creer el cristianismo.
Pero el milagro ocurrió. Fue en medio de un sueño misterioso, en que se le apareció un ciego que creía en la luz del sol por efecto de su calor. De ahí dedujo que hay cosas muy excelentes y admirables que se escapan a nuestra vista, y que no por eso dejan de ser verdaderas y dignas de desearse, aun cuando no se puedan comprender ni imaginar. En aquel momento experimentó lo que soñaba. Tuvo una luz repentina, y sintió en su corazón el gozo de la fe. A partir de entonces le fue fácil creer todo. Se emocionaba cuando leía algo acerca de la religión. Y escribió: «El misterio del amor infinito que reside en nuestros altares, y que tenía por increíble, era lo que más me conmovía. 
Me parecía sentir la presencia real de Nuestro Señor, casi como se sienten las cosas visibles y de las que no se puede dudar». Y concluía: «Desde que Dios quiso infundirme en el corazón que su amor es la causa de todo lo que creemos, esa respuesta me persuade más que todos los argumentos».
Cfr. C. Ortúzar, El catecismo explicado con ejemplos

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