¿Cuánto tiempo hace que no ves
una buena película?
Te la ofrezco con la ilusión
de que te hará mucho bien,
y te darás cuenta que en España
tuvimos una época no muy lejana,
que nos trajo de esas persecuciones.
Y aún ahora en estos tiempos quieren
o pretenden hacer lo mismo.
En Francia sienten gran remordimiento los franceses,
porque la Revolución Francesa la produjo
un fanatismo político: el de
"viva la libertad, pero muera quien no piense igual que yo"
lo mismo que sucedió en España
del 36 al 39 del siglo pasado
y del que todavía quedamos muchos testigos.
En algunos colegios les enseñan que eso nunca existió,
que son cuentos de los curas.
Hoy, día 9 de agosto es la FIESTA DE
SANTA TERESA BENEDICTA DE LA CRUZ
http://ocarm.org/es/content/ocarm/teresa-benedicta-de-la-cruz-edith-stein-1891-1942
Hoy, día 9 de agosto es la FIESTA DE
SANTA TERESA BENEDICTA DE LA CRUZ
EDITH STEIN (1891-1942)
mártir del campo de concentración naci.http://ocarm.org/es/content/ocarm/teresa-benedicta-de-la-cruz-edith-stein-1891-1942
La obra Diálogo de
carmelitas de Bernanos
hizo más conocido el episodio del martirio de las dieciséis monjas carmelitas (incluyendo una novicia) del monasterio de Compiègne. Su relato es edificante por la fidelidad y serenidad con que afrontaron su martirio. Ojalá que, como decía Tertuliano, que se bautizó al ver la valentía de los primeros mártires cristianos, realmente la sangre de los mártires sea semilla de cristianos, de cristianos comprometidos con su fe y sin miedo a confesarla en público donde sea necesario.
La decapitación de estas monjas por fanáticas muestra que realmente el sueño de la razón produce monstruos, que empezaron con la revolución francesa, hija de la Ilustración que ensalzó la razón pura y condenó la religión como supersticiosa: Aplastad al infame decía Voltaire
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tSi no funciona bien pudes ir al enlace:
La fiesta de Nuestra Señora del Carmen de 1794, celebrada
en una horrible cárcel de París, tuvo augurios de sangre y de gloria para las
monjas carmelitas descalzas del monasterio de Compiègne. Al día siguiente, las
dieciséis hijas de Santa Teresa, novicia incluida, iban a ser conducidas a la
guillotina por el crimen de ser católicas, “fanáticas” en el lenguaje
revolucionario.
Hacía siglo y medio que las carmelitas descalzas de Amiens
habían fundado en Compiègne, una ciudad de Oise. La fundación data de 1641,
cuando hacía 37 años que había llegado a Francia para iniciar la reforma la
Beata Ana de San Bartolomé con Ana de Jesús y otras cuatro monjas españolas.
Al estallar la revolución (1789), las monjas rehusaron
despojarse de su hábito carmelita, y cuando los disturbios fueron aumentando,
entre junio y septiembre de 1792, siguiendo una inspiración que tuvo la priora
Beata Teresa de San Agustín, todas se ofrecieron al Señor en holocausto para
aplacar la cólera de Dios y para que la paz divina, traída al mundo por su
amado Hijo, fuese devuelta a la Iglesia y al Estado. El acto de
consagración, emitido incluso por dos religiosas ancianas que al principio se
habían asustado ante el solo pensamiento de la guillotina, se convirtió en
ofrecimiento diario hasta el día del martirio, dos años después.
La Asamblea Nacional Constituyente había hecho público un
decreto por el que se exigía que los religiosos fueran considerados como
funcionarios del Estado. Deberían prestar juramento a la Constitución y sus
bienes serían confiscados. Era el año 1790. Miembros del Directorio del
distrito de Compiègne, cumpliendo órdenes, se presentaron el 4 de agosto de
aquel año en el monasterio a hacer inventario de las posesiones de la
comunidad. Las monjas tuvieron que dejar sus hábitos y abandonar su casa. Cinco
días después, obedeciendo los consejos de las autoridades, firmaron el
juramento de Libertad-Igualdad. Los religiosos que se negaban a firmarlo eran
deportados.
Después fueron separadas. Hicieron cuatro grupos y vivían
en distintos domicilios, pero continuaron practicando la oración y entregándose
a la penitencia como antes.
La regularidad y el orden de su vida, que reproducía todo lo
posible en tales circunstancias la vida y horario conventuales, fueron notados
por los jacobinos de la ciudad. En ello encontraron motivo suficiente para
denunciarlas al Comité de Salud Pública, cosa que hicieron sin pérdida de
tiempo
El régimen del terror estaba oficialmente establecido en
Francia y había llegado en aquellos momentos al más alto nivel imaginable. El
rey había sido ejecutado y el Tribunal Revolucionario trabajaba sin descanso
enviando cientos de ciudadanos sospechosos a la muerte.
La denuncia de las carmelitas decía que, pese a la
prohibición, seguían viviendo en comunidad, que celebraban reuniones
sospechosas y mantenían correspondencia criminal con fanáticos de París.
Convenía presentar pruebas, y con ese objeto se efectuó un
minucioso registro en los domicilios de los cuatro grupos. El Comité encontró
diversos objetos que fueron considerados de gran interés y altamente
comprometedores. A saber: cartas de sacerdotes en las que se trataba bien de
novenas, de escapularios, bien de dirección espiritual. También se halló un
retrato de Luis XVI e imágenes del Sagrado Corazón. Todo ello era suficiente
para demostrar la culpabilidad de las monjas. El Comité, pues, redactó un
informe en el que explicaba cómo, “considerando que las ciudadanas religiosas,
burlando las leyes, vivían en comunidad”, que su correspondencia era testimonio
de que tramaban en secreto el restablecimiento de la Monarquía y la
desaparición de la República, las mandaba detener y encerrar en prisión.
El 22 de junio de 1794 eran recluidas en el monasterio de
la Visitación, que se había convertido en cárcel. Allí esperaron la decisión
final que sobre su suerte tomaría el Comité de Salud Pública asesorado por el
Comité local. Entonces acordaron retractarse del juramento prestado antes,
“prefiriendo mil veces la muerte mejor que ser culpables de un juramento así”.
Esta resolución las llenó de serenidad. Cada día aumentaba el peligro, pero
ellas se sentían más fuertes. Continuaban dedicadas a orar y, gracias a estar en
prisión, podían hacerlo juntas, como cuando estaban en su convento. Ya no se
veían obligadas a ocultarse y ello les procuraba un gran alivio.
Transcurridos unos días, justamente el 12 de julio, el
Comité de Salud Pública dio órdenes para que fueran trasladadas a París. El
cumplimiento de tales órdenes fue exigido en términos que no admitían demora.
No hubo tiempo para que las hermanas tomaran su ligera colación ni cambiaran su
ropa, que estaba mojada porque habían estado lavando. Las hicieron montar en dos
carretas de paja y les ataron las manos a la espalda. Escoltadas por un grupo
de soldados salieron para la capital. Su destino era la famosa prisión de la
Conserjería, antesala de la guillotina y abarrotada de sacerdotes y laicos
cristianos igualmente condenados.
Nadie ayudó a las monjas a descender de los carros al final
del viaje. A pesar de sus ligaduras y de la fatiga causada por el incómodo
transporte, fueron bajando solas. Una de las hermanas, sin embargo, enferma y
octogenaria, Carlota de la Resurrección, impedida por las ataduras y la edad,
no sabia cómo llegar al suelo. Los conductores de las carretas, impacientados,
la cogieron y la arrojaron violentamente sobre el pavimento. Era una de las
religiosas que dos años antes había sentido miedo ante el pensamiento de una
muerte en el patíbulo y había dudado antes de ofrecerse en sacrificio. Pero en
este momento era ya valiente y, levantándose maltrecha, como pudo, dijo a los
que la habían maltratado:
“Créanme, no les guardo ningún rencor. Al contrario, les
agradezco que no me hayan matado porque, si hubiera muerto, habría perdido la
oportunidad de pasar la gloria y la dicha del martirio”.
Como si nada hubiese ocurrido, en la Conserjería
prosiguieron su vida de oración prescrita por la regla. No se dejaban perturbar
por los acontecimientos. Testigos dignos de crédito declararon que se las podía
oír todos los días, a las dos de la mañana, recitar sus oficios.
Su última fiesta fue la del 16 de julio, Nuestra Señora del
Carmen. La celebraron con el mayor entusiasmo, sin que por un instante su
comportamiento denotase la menor preocupación. Por la tarde recibieron un aviso
para que compareciesen al día siguiente ante el Tribunal Revolucionario. La
noticia no les impidió cantar, sobre la música de La Marsellesa,
unos versos improvisados en los que expresaban al mismo tiempo fe en su
victoria, temor y confianza, y que se conservan en el convento de Compiègne.
Ante el Tribunal escucharon cómo el acusador público,
Fouquier-Tinville, las atacaba durísimamente: “Aunque separadas en diferentes
casas, formaban conciliábulos contrarrevolucionarios en los que intervenían
ellas y otras personas. Vivían bajo la obediencia de una superiora y, en cuanto
a sus principios y sus votos, sus cartas y sus escritos son suficiente testimonio”.
Fueron sometidas a un interrogatorio muy breve y, sin que
se llamara a declarar a un solo testigo, el Tribunal condenó a muerte a las
dieciséis carmelitas, culpables de organizar reuniones y conciliábulos
contrarrevolucionarios, de sostener correspondencia con fanáticos y de guardar
escritos que atentaban contra la libertad. Una de las monjas, sor Enriqueta de
la Providencia, preguntó al presidente qué entendía por la palabra “fanático”
que figuraba en el texto del juicio, y la respuesta fue:
“Entiendo por esa palabra su apego a esas creencias
pueriles, sus tontas prácticas de religión”.
Era su amor a Dios , su fidelidad a los votos y a la
religión lo que las hacía merecedoras de la pena capital.
Una hora después subían en las carretas que las conducirían
a la plaza del Trono derrocado, hoy plaza de la Nación. En el trayecto la gente
las miraba pasar demostrando diversidad de sentimientos, unos las injuriaban,
otros las admiraban. Ellas iban tranquilas; todo lo que se movía a su alrededor
les era indiferente. Cantaron el Miserere y luego el Salve,
Regina. Al pie ya de la guillotina entonaron el Te Deum, canto
de acción de gracias, y, terminado éste, el Veni Creator. Por
último, hicieron renovación de sus promesas del bautismo y de sus votos de
religión.
Una joven novicia, sor Constanza, se arrodilló delante de
la priora, con la naturalidad con que lo hubiera hecho en el convento y le
pidió su bendición y que le concediera permiso para morir. Luego, cantando el
salmo Laudate Dominum omnes gentes, subió decidida los escalones de
la guillotina. Una tras otra, todas las carmelitas repitieron la escena.
Una a una recibieron la bendición de la madre Teresa de San Agustín antes de ser guillotinadas. Al final, después de haber visto caer a todas sus hijas, la madre priora entregó, con igual generosidad que ellas, su vida al Señor, poniendo su cabeza en las manos del verdugo. Así realizó lo que ella solía decir:
Una a una recibieron la bendición de la madre Teresa de San Agustín antes de ser guillotinadas. Al final, después de haber visto caer a todas sus hijas, la madre priora entregó, con igual generosidad que ellas, su vida al Señor, poniendo su cabeza en las manos del verdugo. Así realizó lo que ella solía decir:
“El amor saldrá siempre victorioso. Cuando se ama todo se puede”.
Era el día 17 de julio de 1.794 por la tarde.
Prevaleció un silencio absoluto durante todo el tiempo en
que los ejecutores seguían el procedimiento. Las cabezas y los cuerpos de las
mártires fueron enterrados en un pozo de arena profundo de casi nueve metros
cuadrados en el cementerio parisino de Picpus. Como este pozo de arena fue el
receptáculo de los cuerpos de 1298 víctimas de la Revolución, parece no haber
muchas esperanzas de recuperar sus reliquias. Una placa de mármol con el nombre
de las mártires y la fecha de su muerte figura sobre la fosa y en ella hay
grabada una frase latina que dice: Beati qui in Domino moriuntur.
Felices los que mueren en el Señor.
Sus nombres eran los siguientes: Se pueden leer dentro de ese enlace:
¡Me inclino a los pies de estas mártires! ¡Son un ejemplo a seguir!
ResponderEliminarY nosotros al mínimo agobio, ya nos quejamos y tratamos de abandonar la catequesis...