Blog católico de Santa María de
Baiona la Real, nº. 802
El pesebre de Belén
Aquel
pesebre, pobre y viejo, no había pensado en su vida que acogería al Niño Dios
entre sus pajas. Nosotros, en cambio, sabemos que el Niño Jesús llegará el 24
en la noche.
Autor: H.
Gustavo Velázquez Lazcano, LC | Fuente: Catholic.net
En las
faldas de un monte, por encima de Belén, hay una cueva. Es pequeña y algo
tosca, pero acogedora; refresca en los días de calor, y abriga, en los de frío.
Durante el año, los animales se resguardan en ella.
Los
bueyes y las vacas acuden a pastar allí. Sacian su hambre con las frescas pajas
que un mozo deposita a diario en un rústico pesebre, formado por resistentes
ramas.
- ¡Vaya existencia la mía! -se decía el
pesebre-. ¡¿No se podría haber empleado de mejor modo mi madera?!
El ganado
acudía a él por necesidad, porque gusto no lo había. La mayoría de los
desayunos, cenas y comidas, terminaban en indigestión. Porque, ¿a quién le
gusta escuchar quejas mientras come?
Una noche
fría de invierno, entre los aullidos del viento y la respiración profunda de
los animales que ahí dormían, llegaron dos personas a la cueva. Venían
arropados de arriba abajo. El hombre jalaba con cuidado de su borriquillo,
mientras la mujer que lo montaba, soportaba con paciencia los dolores del
parto.
- Aquí
está bien -dijo el hombre apesadumbrado-. Hemos caminado bastante -suspiró-. Me
gustaría ofrecerte algo mejor, María, pero tú sabes que hoy no ha sido un buen
día...
- No
te aflijas, José -le respondió María, consolándole-. Hágase Su voluntad -y
señaló con el dedo al cielo-.
Ambos se
establecieron lo mejor que pudieron en la cueva, agradeciendo el calor de los
animales.
El
pesebre, que jamás dormía, se enterneció al ver la situación de aquella agotada
pareja.
Y sucedió
que, mientras ellos estaban allí, María dio a luz a su hijo primogénito. Los
gemidos del recién nacido resonaron en la cueva, rompiendo el silencio. Los
animales se despertaron agitados en un primer momento; pero después de
desperezarse, lo contemplaron con respeto.
José
tenía al niño en sus brazos y lo había envuelto en pañales. Su corazón latía
con fuerza: estaba nerviosísimo. Cuando por fin tuvo oportunidad de ver al
niño, se topó con unos grandes y preciosos ojos grises que lo miraban con curiosidad;
entonces, sintió cómo una gran emoción llenaba su alma.
María
permanecía recostada sobre unas gruesas cobijas que habían traído de Nazaret, y
no le quitaba la vista a su hijo. Con un notable esfuerzo, cambió de postura y
le pidió a José que le mostrase al Niño. Cuando él se lo dio, Ella lo cargó
durante un largo rato, estrechando al niño contra su corazón.
Cuando
María acabó de contemplarlo, se lo entregó a José, quien lo paseó maravillado.
Y tras una larga y silenciosa adoración, lo depositó dormido en el pesebre.
Sonó,
entonces, un redoblar de pasos, y a acto seguido entraron unos pastores en la
cueva.
- En
hora buena -exclamaron al ver al Niño. Y les contaron cuanto les había dicho el
ángel-.
Cuando
llegaron a la señal que les había dado el ángel: "encontrarán al niño
envuelto en pañales y acostado en un pesebre", el pesebre estuvo a punto
de dar un brinco de asombro, pero recordó que el Niño Jesús aún dormía
plácidamente sobre él.
Su nombre
había aparecido en los labios de los ángeles. No lo podía creer. Lo ocurrido
estaba preestablecido por Dios.
Cuando
los pastores terminaron su relato, con gran admiración de los padres de Jesús y
del mismo pesebre, sacaron sus humildes regalos y se los ofrecieron al Niño de
corazón.
Una vez
que los pastores se fueron y que el Niño se hubo vuelto a dormir, María y José
también se entregaron al descanso, rendidos de cansancio.
Cuando el
silencio llenó de nuevo la cueva con su majestad, el pesebre se quedó
pensativo. Aún no acababa de entender lo que habían dicho los pastores.
-
¿Cómo es posible que sea Dios? -pensaba para sus adentros-.
Tras
mucho repetir: «Tengo entre mis pajas a Dios», comprendió porqué no le pesaba
aquel niño.
Aquel
pesebre, pobre y viejo, no había pensado en su vida que acogería al Niño Dios
entre sus pajas. Sabía que algún día vendría el Mesías -como todo el mundo-,
pero jamás habría imaginado que nacería en aquella tosca cueva de aquel remoto
poblado, y precisamente en aquella época del año. Y mucho menos que él sería el
primer depositario.
Cuando
Dios vino al mundo, no pasó inadvertido sólo para los hombres. También llegó de
sorpresa para aquel pesebre de Belén. Ningún ángel le anunció que sobre él se
recostaría el Hijo de Dios.
Nosotros, en cambio, sabemos que el Niño Jesús llegará el 24 en la noche. Tenemos tiempo para vivir con entusiasmo este Adviento. Regalémosle un corazón amable, quitando cada día una paja de nuestro áspero carácter. Ofrezcámosle el calor de nuestro corazón.
cueva de Belén en la actualidad
"Regalémosle un corazón amable, quitando cada día una paja de nuestro áspero carácter. Ofrezcámosle el calor de nuestro corazón". Ojalá por mediación de María y utilizando como instrumento nuestra oración aprendamos a preparar nuestro corazón en lo que todavía resta de Adviento, para que nos volvamos humildes y dignos de albergar y ser posada del Niño-Dios para que renazca en cada uno de nosotros en esta Navidad.
ResponderEliminar¡Feliz Navidad, D. Javier! ¡Qué el año próximo nos siga alimentando con esta joya de blog!