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jueves, 17 de abril de 2014

Viernes Santo. La muerte del Señor. 18 de abril del 2014

Blog católico de Javier Olivares-baionés jubilado-Baiona
18 de abril 2014
Viernes Santo. La muerte del Señor. 


La tarde del Viernes Santo presenta el drama inmenso de la muerte de Cristo en el Calvario. La cruz erguida sobre el mundo sigue en pie como signo de salvación y de esperanza.
Con la Pasión de Jesús según el Evangelio de Juan contemplamos el misterio del Crucificado, con el corazón del discípulo Amado, de la Madre, del soldado que le traspasó el costado. 
San Juan, teólogo y cronista de la pasión nos lleva a contemplar el misterio de la cruz de Cristo como una solemne liturgia. Todo es digno, solemne, simbólico en su narración: cada palabra, cada gesto. La densidad de su Evangelio se hace ahora más elocuente.
Y los títulos de Jesús componen una hermosa Cristología. Jesús es Rey. Lo dice el título de la cruz, y el patíbulo es trono desde donde el reina. Es sacerdote y templo a la vez, con la túnica inconsútil que los soldados echan a suertes. Es el nuevo Adán junto a la Madre, nueva Eva, Hijo de María y Esposo de la Iglesia. Es el sediento de Dios, el ejecutor del testamento de la Escritura. El Dador del Espíritu. Es el Cordero inmaculado e inmolado al que no le rompen los huesos. Es el Exaltado en la cruz que todo lo atrae a sí, por amor, cuando los hombres vuelven hacia él la mirada.
La Madre estaba allí, junto a la Cruz. No llegó de repente al Gólgota, desde que el discípulo amado la recordó en Caná, sin haber seguido paso a paso, con su corazón de Madre el camino de Jesús. Y ahora está allí como madre y discípula que ha seguido en todo la suerte de su Hijo, signo de contradicción como El, totalmente de su parte. Pero solemne y majestuosa como una Madre, la madre de todos, la nueva Eva, la madre de los hijos dispersos que ella reúne junto a la cruz de su Hijo. Maternidad del corazón, que se ensancha con la espada de dolor que la fecunda.
La palabra de su Hijo que alarga su maternidad hasta los confines infinitos de todos los hombres. Madre de los discípulos, de los hermanos de su Hijo. La maternidad de María tiene el mismo alcance de la redención de Jesús. María contempla y vive el misterio con la majestad de una Esposa, aunque con el inmenso dolor de una Madre. Juan la glorifica con el recuerdo de esa maternidad. Ultimo testamento de Jesús. Ultima dádiva. Seguridad de una presencia materna en nuestra vida, en la de todos. Porque María es fiel a la palabra: He ahí a tu hijo.
El soldado que traspasó el costado de Cristo de la parte del corazón, no se dio cuenta que cumplía una profecía y realizaba un último, estupendo gesto litúrgico. Del corazón de Cristo brota sangre y agua. La sangre de la redención, el agua de la salvación. La sangre es signo de aquel amor más grande, la vida entregada por nosotros, el agua es signo del Espíritu, la vida misma de Jesús que ahora, como en una nueva creación derrama sobre nosotros.


LA CELEBRACIÓN
Hoy no se celebra la Eucaristía en todo el mundo. El altar luce sin mantel, sin cruz, sin velas ni adornos. Recordamos la muerte de Jesús. Los ministros se postran en el suelo ante el altar al comienzo de la ceremonia. Son la imagen de la humanidad hundida y oprimida, y al tiempo penitente que implora perdón por sus pecados.
Van vestidos de rojo, el color de los mártires: de Jesús, el primer testigo del amor del Padre y de todos aquellos que, como él, dieron y siguen dando su vida por proclamar la liberación que Dios nos ofrece.
ACCIÓN LITÚRGICA EN LA MUERTE DEL SEÑOR
1. LA ENTRADA
La impresionante celebración litúrgica del Viernes empieza con un rito de entrada diferente de otros días: los ministros entran en silencio, sin canto, vestidos de color rojo, el color de la sangre, del martirio, se postran en el suelo, mientras la comunidad se arrodilla, y después de un espacio de silencio, dice la oración del dia.


2. CELEBRACION DE LA PALABRA
  • Primera Lectura
Espectacular realismo en esta profecía hecha 800 años antes de Cristo, llamada por muchos el 5º Evangelio. Que nos mete en el alma sufriente de Cristo, durante toda su vida y ahora en la hora real de su muerte. Dispongámonos a vivirla con Él.
Lectura del Profeta Isaías 52, 13-53, 12
Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho.
Como muchos se espantaron de Él, porque desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano; así asombrará a muchos pueblos: ante Él los reyes cerrarán la boca, al ver algo inenarrable y contemplar algo inaudito.
¿Quién creyó nuestro anuncio? ¿A quién se reveló el brazo del Señor? Creció en su presencia como un brote, como raíz en tierra árida, sin figura, sin belleza.
Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos; ante el cual se ocultan los rostros, despreciado y desestimado.
Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestro crímenes. Nuestro castigo saludable vino sobre Él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino, y el Señor cargó sobre Él todos nuestros crímenes.
Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca, como un cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca.
Sin defensa, sin justicia, se lo llevaron.
¿Quién meditó en su destino? Lo arrancaron de la tierra de los vivos, por los pecados de mi pueblo lo hirieron.
Le dieron sepultura con los malhechores, porque murió con los malvados, aunque no había cometido crímenes, ni hubo engaño en su boca.
El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento. Cuando entregue su vida como expiación, verá su descendencia, prolongará sus años; lo que el Señor quiere prosperará por sus manos. A causa de los trabajos de su alma, verá y se hartará, Con lo aprendido mi Siervo justificará a muchos, cargando con los crímenes de ellos.
Por eso le daré una parte entre los grandes, con los poderosos tendrá parte en los despojos, porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, y Él tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores.
Palabra de Dios
SALMO RESPONSORIAL
En este Salmo, recitado por Jesús en la cruz, se entrecruzan la confianza, el dolor, la soledad y la súplica: con el Varón de dolores, hagamos nuestra esta oración.
Sal 30, 2 y 6. 12-13. 15-16. 17 y 25.
Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.
A Ti, Señor, me acojo: no quede Yo nunca defraudado; Tú que eres justo, ponme a salvo. A tus manos encomiendo mi espíritu: Tú, el Dios leal, me librarás.
Soy la burla de todos mis enemigos, la irrisión de mis vecinos, el espanto de mis conocidos: me ven por la calle y escapan de Mí. Me han olvidado como a un muerto, me han desechado como a un cacharro inútil.
Pero Yo confío en Ti, Señor, te digo: "Tú eres mi Dios". En tu mano están mis azares: líbrame de los enemigos que me persiguen.
Haz brillar tu Rostro sobre tu Siervo, sálvame por tu misericordia. Sed fuertes y valientes de corazón, los que esperáis en el Señor.

  • Segunda lectura
El Sacerdote es el que une a Dios con el hombre y a los hombres con Dios... Por eso Cristo es el perfecto Sacerdote: Dios y Hombre. El Único y Sumo y Eterno Sacerdote. Del cual el Sacerdocio: el Papa, los Obispos, los sacerdotes y los Diáconos, unidos a Él, son ministros, servidores, ayudantes...
Lectura de la carta a los Hebreos 4, 14-16; 5, 7-9.
Tenemos un Sumo Sacerdote que penetró los Cielos -Jesús el Hijo de Dios-. Mantengamos firmes la fe que profesamos. Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado. Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, al fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para ser socorridos en el tiempo oportuno.
Pues Cristo, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruego y súplicas, con poderoso clamor y lágrimas, al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen.
Palabra de Dios

  • Versículo antes del Evangelio (Flp 2, 8-9)
"Cristo, por nosotros, se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el "Nombre-sobre-todo-nombre".

Como siempre, la celebración de la Palabra, después de la homilía, se concluye con una ORACIÓN UNIVERSAL, que hoy tiene más sentido que nunca: precisamente porque contemplamos a Cristo entregado en la Cruz como Redentor de la humanidad, pedimos a Dios la salvación de todos, los creyentes y los no creyentes.


3. ADORACIÓN DE LA CRUZ

Después de las palabras pasamos a una acción simbólica muy expresiva y propia de este dia: la veneración de la Santa Cruz es presentada solemnemente la Cruz a la comunidad, cantando tres veces la aclamación:
Mirad el árbol de la Cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo. VENID AADORARLO", y todos nos arrodillamos unos momentos cada vez; y entonces vamos, en procesión, a venerar la Cruz personalmente, con una genuflexión (o inclinación profunda) y un beso (o tocándola con la mano y santiguándonos); mientras cantamos las alabanzas a ese Cristo de la Cruz:
"Pueblo mío, ¿qué te he hecho...?" "Oh Cruz fiel, árbol único en nobleza..." "Victoria, tú reinarás..."

4. LA COMUNIÓN

Desde 1955, cuando lo decidió Pío Xll en la reforma que hizo de la Semana Santa, no sólo el sacerdote -como hasta entonces - sino también los fieles pueden comulgar con el Cuerpo de Cristo.
Aunque hoy no hay propiamente Eucaristía, pero comulgando del Pan consagrado en la celebración de ayer, Jueves Santo, expresamos nuestra participación en la muerte salvadora de Cristo, recibiendo su "Cuerpo entregado por nosotros".
http://www.aciprensa.com/Semanasanta/viernes.htm

Para el Vía Crucis
5ª Estación 

Quinta Estación: Simón de Cirene ayuda a Jesús
El Cireneo ayuda a llevar la Cruz de Jesús

Del diario de Rufo
Me llamo Rufo porque soy pelirrojo desde que nací.  Mi madre murió a las pocas horas de traerme al mundo, y mi padre, Simón, tuvo que cuidar de mi hermano mayor, Alejandro, y de mí mismo. Vivíamos entonces en una pequeña ciudad del Norte de África llamada Cirene. De allí partimos hacia Jerusalén dos años después de dar sepultura a mi madre.
Todo esto ahora tiene poca importancia. Lo escribo porque, con el paso de los años, veo cada vez con más claridad que Yahvé nos fue dirigiendo de la mano para que nos encontrásemos con su Hijo.
Mi padre, que era fuerte y muy trabajador, encontró pronto un empleo para cultivar las tierras de un sacerdote, en las afueras de Jerusalén. Por lo demás los tres compartíamos una casa muy pobre en el centro mismo de la ciudad.
Alejandro y yo éramos aún niños cuando oímos hablar de Jesús a un escriba de los muchos que enseñaban en la explanada del Templo. Aquel hombre ponía en guardia a sus discípulos sobre un galileo embaucador que pretendía abolir nuestra santa Ley y amenazaba con destruir el Templo para rehacerlo en sólo tres días.
―Vosotros no os metáis en discusiones religiosas ―nos ordenó nuestro padre cuando se lo contamos―. Hay quien dice también que ese Jesús hace milagros y habla con autoridad; pero no os fieis. Aunque somos judíos, aquí nos tienen por extranjeros. Debemos ser prudentes.
Quién nos iba a decir que, pocos días más tarde, íbamos a ser testigos de un hecho que transformaría por completo nuestras vidas.
Una mañana se corrió por toda la ciudad la noticia de que iban a ejecutar en el Gólgota a tres delincuentes y que uno de ellos era el famoso Galileo, Jesús de Nazaret. Nuestro padre no lo habría permitido, pero, aprovechando que estaba en el campo, salimos corriendo de casa para ver el cortejo de los soldados romanos con los malhechores.
Había una multitud enorme. Olía a sangre y a inmundicias. Buena parte del gentío insultaba a los reos, pero, sobre todo, a Jesús. Las mujeres lloraban y también algunos hombres, que parecían abatidos. No estoy seguro de que entonces me diese cuenta de esto. Yo sólo tenía ojos para el Nazareno. Era una llaga de los pies a la cabeza. Apenas podía caminar. Lo vi caer en tierra y los latigazos no consiguieron que reaccionara. Alejandro entonces me dijo:
―¡Qué crueldad! Se está muriendo.
No sé cómo pude contener las lágrimas. Los niños algunas veces son crueles, y yo ―no lo digo para disculparme― era un niño endurecido por la vida.
De pronto vimos a nuestro Padre. Lo llevaban a la fuerza un par de soldados. Él se resistía; parecía protestar y negarse a lo que le ordenaban. Llegaron a donde estaba Jesús y le obligaron a levantar la cruz. 



Lo hizo con facilidad y el Señor pudo ponerse en pie. Jesús le miró, y aquellos labios sanguinolentos sonrieron de agradecimiento.
Mi padre entonces se echó al hombro la cruz con energía y extendió su brazo izquierdo para que se apoyara el condenado a muerte. Un soldado trató de reprochárselo, pero Simón de Cirene ―con qué orgullo escribo hoy su nombre― le devolvió una mirada de piedra y comenzó a caminar siendo el báculo del Señor.
Todo cambió desde aquel instante. Mi padre estuvo junto a la Cruz y fue testigo de lo ocurrido hasta el último instante. Volvió a casa en silencio. No fue posible arrancarle una sola palabra.
Los tres fuimos bautizados el día de Pentecostés. Pedro nos impuso las manos y recibimos al Espíritu Santo. Conocimos a María, la Madre de Jesús, y a mí me dio un beso en la frente.
Hace un mes murió Simón. Tenía sesenta y dos años. Alejandro ha cumplido ya los treinta y yo veintiséis. Vivimos y trabajamos en Jerusalén, Estamos casados, tenemos hijos y llevamos con orgullo el nombre de cristianos.
A mí me piden una y otra vez que cuente esta breve historia.

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