Blog católico de Javier Olivares-baionés jubilado-Baiona
Un
cuento del del escritor y poeta danés
Hans Christian Andersen
muy hermoso
La vendedora de cerillas
Posted By admin on 20 noviembre, 2012
la-vendedora-de-cerillas—¡Cerillas!
¡Cerillas! ¡Tengo cerillas! ¡Son de madera! Nadie prestaba atención a la
pequeña vendedora de cerillas. El frío era tan intenso y la nieve caía con
tanta fuerza, que todo el mundo deseaba llegar a casa para calentarse frente a
la estufa y preparar la cena de Nochebuena, víspera de Navidad. —¡Cerillas!
¡Cerillas! ¡Para encender el árbol! —repetía la niña, infructuosamente.
Con aquella vocecilla era imposible que la
oyesen. Tendría diez años, llevaba un vestido demasiado ligero y lleno de
remiendos, los lacios y rubios cabellos rodeaban su pálida y delgada carita y
con las manos trataba de sostener el delantal, formando una bolsa donde llevaba
las cerillas.
—¡Dios mío! —musitaba—. ¡No voy a vender
nada! ¡No he logrado vender ni una sola cerilla! —Miró sus pies, hundidos en la
nieve, desnudos y amoratados por el terrible frío. Los tenía tan helados que
apenas los sentía. Perdió una de las viejas zapatillas que le quedaban al
tratar de huir de un carruaje que se le venía encima. La otra zapatilla se la
llevó un niño travieso, diciendo que la pensaba usar como nido de gorriones.
—¡Cerillas! ¡Cerillas! —la voz de la pequeña vendedora se perdía entre la
ventisca, mientras comenzaba a anochecer.
No quería volver a su buhardilla. ¿Para qué?
Allí casi hacía tanto frío como en la calle; las ventanas estaban rotas y no
había leña para la estufa. Además estaría sola. Sus padres murieron meses atrás
y necesitaba vender cerillas para ganar unas monedas con las que comprar lo más
necesario. No, no quería estar sola en aquella gélida buhardilla. Prefería
moverse cerca de la gente que pasaba junto a ella; aunque no la viesen, aunque
no le hiciesen caso, aunque no le comprasen nada. —¡Son las mejores cerillas! ¡Son de madera!
Una cruel ráfaga de viento hizo tambalear su cuerpecillo y no tuvo más remedio
que guarecerse en un portal, donde había bastante espacio para acurrucarse,
aunque ello no la privaba del frío y los copos de nieve que caían sin cesar.
De pronto, la niña oyó unas risas y vio la
luz que llegaba desde una ventana cercana. Tiritando y con los pies
insensibles, logró ponerse de puntillas y asomar sus ojos por el alféizar. Lo
que vio entonces fue algo maravilloso: dos niños jugaban alegremente alrededor
del árbol de Navidad, mientras su padre echaba leña a la estufa. La vendedora
de cerillas se fijó en esa estufa, chisporroteando lucecitas al aceptar la leña
seca. ¡Cómo le hubiese gustado acercar sus manos a ella! ¡Se debía estar tan
bien en esa casa! ¡Qué felices parecían todos, a punto de celebrar la
Nochebuena!
A lo mejor, si encendiese una cerilla…»,
pensó la niña. ¡Sí, por qué no! Al fin y al cabo, una cerilla de menos no
importaría demasiado. Y.tal vez lograse dar algo de calor a su cuerpo aterido…
Así que frotó un fósforo contra la pared. Al principio le costo mucho lograrlo,
ya que sus manos no respondían a las órdenes que les daba, pero por fin… La
llamita de la cerilla despertó reflejos de la luz en el portal, agrandándose de
tamaño a medida que ardía, o al menos, eso le pareció a la niña. Acercaba sus
manos al débil consuelo de calor e imaginaba, imaginaba… Imaginó, creyó ver que
la estufa de aquella casa se le acercaba, brindándole todo el bienestar que a
ella le faltaba ¡ Qué bien! ¡ Qué calorcito! ¡ Qué…!
La cerilla se apagó y todo el encanto quedó
cortado, para dar paso a la realidad. Y la realidad era el frío, la nevada, el
hambre y la pena que sentía la pobre niña, acurrucada en el portal, —¡Cerillas!
¿Alguien quiere cerillas? —balbuceó, aunque estaba segura de que nadie pasaba
junto a ella. Recordó esa cerilla que había encendido y sintió unos terribles
deseos de prender fuego a otra. «¡Me quedan tantas!», pensó.
Le castañeteaban los dientes cuando aplicó un
nuevo fósforo a la rigurosidad de la pared. Y a la luz de aquella cerilla, los
prodigios se multiplicaron. Ahora era una mesa dispuesta con todas las ricas
viandas necesarias para celebrar una suculenta cena de Nochebuena: pavo asado,
patatas rellenas, verduras humeantes, pastel, frutas…
El pavo se adelantó al resto de la comida y
parecía decir: ¡Cómeme, cómeme! La niña llegó incluso a percibir el delicioso
aroma que despedía el asado. Alzó sus temblorosas manos y cuando estaba más a
punto de tomar aquel manjar… ¡zas, la cerilla se apagó!
Pero no, ella no podía dejar pasar tanta
maravilla, con el hambre que sentía. Ya no le importaba que fuese producto de
su imaginación; lo único que quería era coger aquel riquísimo pavo asado… Y
encendió otra cerilla. Al resplandor del fósforo, la visión había cambiado.
Esta vez, la niña vio a una familia reunida alrededor de la mesa, bebiendo,
comiendo y entonando villancicos. El padre brindaba por la felicidad de todos,
el abuelo se emocionaba con los cantos de sus nietos y la madre miraba
embelesada a sus hijos.
Continua leyendo La vendedora de cerillas
(segunda parte)
La vendedora de cerillas 2
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admin on 13 febrero, 2014
La-vendedora-de-cerillas
Lágrimas amargas
resbalaron por la carita de la vendedora de cerillas. Hace tiempo, ella también
había tenido unos padres tan buenos como aquéllos; no fueron nunca tan ricos
como los de la visión, pero celebraban la Nochebuena todos juntos. Luego, ellos
se fueron y en su casa ya no hubo más alegría, más calor, más cantos. El
chisporroteo final de la cerilla aumentó la tristeza de la niña. A medida que
la noche avanzaba, también se hacía más crudo e intenso el frío que envolvía la
ciudad. Casi sin poder mover su cuerpo, la cerillerita vio cómo sus fósforos se
le escurrían del delantal hacia el suelo. ¡Ya no le quedaban nada más que esas
cerillas! ¡Ellas eran toda su esperanza!
A duras penas pudo encender otra, pero el
esfuerzo valió la pena. Por un momento, allá a lo lejos, sobre el oscuro
mosaico del cielo nocturno, apareció una figura que la niña conocía muy bien.
—¡Abuela! ¡Es la abuelita! —exclamó. En efecto, era su abuela, la persona que
más la quiso en este mundo, quien descendía de las nubes, aproximándose a la
niña. Llegaba con el semblante feliz y una aureola dorada rodeaba su cabeza.
Tan absorta estaba la pequeña, que no se dio cuenta de que la cerilla se
apagaba. Frenéticamente, cogió el resto de cerillas y las encendió una a una,
hasta formar una pequeña antorcha.
—¡Abuela, no te vayas! —gemía la niña—. ¡Ven
a verme, abuelita! Entre el fulgor de las llamas, la abuela respondió a la
llamada de su nieta. —No te preocupes, mi pequeña. Ya estoy contigo. —Abuela…,
pareces muy feliz… Yo me quedé muy triste, cuando tú nos dejaste. Abuelita…,
estoy sola… La abuela sonreía, suspendida sobre la cabeza de la niña. A ésta,
ya no le importaba ni el frío ni el hambre. Trataba de incorporarse, pero su
cuerpo ya no le respondía. —Ahora vivo en un lugar donde nunca hay oscuridad,
ni es necesario vender cerillas, ni tiene cabida el temor… —dijo la anciana—.
En ese lugar vivimos tus padres, vivo yo, vivimos todos los que dejamos este
mundo. Nunca nos falta de nada; es un lugar maravilloso. La niña se estremeció.
—¿Y yo…? ¿Podría ir yo también a ese lugar?
—preguntó, sintiendo que se le cerraban los ojitos llenos de lágrimas—. ¡Déjame
ir contigo, abuelita! ¡Déjame acompañarte, por favor! —¡Nada más fácil! —dijo
la anciana—. Basta con que tiendas tus manos hacia mí… pero date prisa; debes
hacerlo antes de que se apague la lumbre de tus fósforos. —Sí… ya voy abuelita…
ya voy… Y la pequeña vendedora de cerillas realizó un último esfuerzo para
tender sus brazos en dirección a su abuela. Después… después desapareció el
frío como por ensalmo. La niña sintió que ascendía, volaba, se unía a la figura
de su abuela, subiendo hacia las nubes. Poco a poco, las casas de la ciudad se
hacían más y más pequeñas. En algún lejano campanario, sonaron las doce campanadas.
Ya era Navidad.
Cuando despuntó el sol sobre las calles, una
pareja de transeúntes descubrió el cuerpo de la pequeña vendedora de cerillas
en el portal, doblada sobre sí misma, con las manos y la cara bañadas en un
tono violáceo, muerta. —¡Pobrecita! —dijo el hombre—. ¡Ha muerto de frío!
—¡Mira —dijo la mujer—, está rodeada de cerillas quemadas! Por lo visto, quiso
calentarse con sus llamitas… —Lo más curioso es esa sonrisa con que se fue…
—advirtió el hombre. ¡Cómo no iba a sonreír la pobre niña! Estaba viviendo
junto a los suyos, sin padecer ninguno de los sufrimientos que la castigaron
mientras estuvo en la Tierra. Estaba gozando de las cosas buenas y bellas que
sólo alcanzan los puros de espíritu y los que viven ignorados por todos. ¡Era
la mejor Navidad de su vida!
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