Páginas especiales

sábado, 27 de mayo de 2017

¿Es razonable creer que Jesús ha resucitado?

Blog católico de Javier Olivares-baionés jubilado-Baiona

Entrada nueva en Misioneros Digitales Católicos MDC

¿Es razonable creer que Jesús ha resucitado?
por Pbro. Leandro Bonnin

Credo Símbolo de la Fe de la Iglesia católica

Creo en Jesucristo, su Único Hijo, nuestro Señor.
Así comienza la profesión de fe en la segunda persona de la Santísima Trinidad. El primer artículo de la Fe, en Dios creador todopoderoso, es de algún modo compartido con otras religiones, y hasta puede llegar a ser conocido con la luz de la razón.
Con la confesión de fe en Jesucristo entramos ya directamente en lo específico cristiano. Y afirmamos algo inaudito: Jesús es no solamente el Cristo, el Ungido de Dios. Es además el Único Hijo de Dios, él mismo es el Señor (1)
Esta afirmación fundamental, que constituye el núcleo de la predicación apostólica, encuentra su confirmación en un acontecimiento concreto: la resurrección de Jesús. Su glorificación es su “credencial”, su “certificado de autenticidad” definitivo. Dice el Catecismo de la Iglesia Católica:
651 “Si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe"(1 Co 15, 14). La Resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido.
Podemos afirmar con toda seguridad: si Jesús resucitó realmente, todo lo que ha dicho es verdad. Porque Dios jamás sacaría de la muerte y rehabilitaría a un mentiroso, a uno que se atribuyera falsamente ser su enviado y hasta su mismo hijo, a uno que había dicho “nadie va al Padre sino por mí” y “el Padre y yo somos uno”.
Pero si su resurrección no ha ocurrido, entonces es un impostor, y todo lo demás, toda la fe cristiana, sus sacramentos, su doctrina moral, es “puro cuento”, es invención humana, una historia bonita y cautivante, pero sólo ficción (2).

Por eso la verdad de la Resurrección de Jesús es la Piedra angular de toda la fe cristiana y también el “cimiento” de todas las demás afirmaciones. Nosotros creemos firmemente que Jesucristo, que vivió unos 33 años en Palestina, que murió crucificado en tiempos de Poncio Pilatos, resucitó realmente, y vive para siempre junto al Padre. Creemos que sigue presente en su Iglesia como lo prometió, y que volverá al final de los tiempos a juzgar a los vivos y muertos.

Resultado de imagen de Qué es creer?

¿Qué es creer?
Ahora bien, podríamos preguntarnos, ¿es razonable creer esto, o es simplemente una “apuesta”, sin ninguna base racional? ¿Es un acto ciego, y por lo tanto absolutamente opcional, o tenemos motivos racionales que acompañan nuestro acto de fe?

Dicho de otro modo, ¿por qué creemos que Jesús resucitó? La respuesta de los católicos a estas preguntas pregunta llena libros completos, y es materia de una de las ramas de la teología, la teología fundamental. No pretendo aquí más que dar una respuesta sencilla pero -creo yo- coherente, dejando a otros análisis más hondos y extensos.

Para responder a esta pregunta, es bueno recordar la enseñanza de la Iglesia sobre la naturaleza del acto de fe.

La fe es una gracia
153 Cuando San Pedro confiesa que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le declara que esta revelación no le ha venido “de la carne y de la sangre, sino de mi Padre que está en los cielos” (Mt 16,17; Ga 1,15; Mt 11,25). La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por él, “Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede “a todos gusto en aceptar y creer la verdad” (DV 5).
La fe es un acto humano
154 Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por él reveladas. Ya en las relaciones humanas no es contrario a nuestra propia dignidad creer lo que otras personas nos dicen sobre ellas mismas y sobre sus intenciones, y prestar confianza a sus promesas (como, por ejemplo, cuando un hombre y una mujer se casan), para entrar así en comunión mutua. Por ello, es todavía menos contrario a nuestra dignidad “presentar por la fe la sumisión plena de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad al Dios que revela” (Cc. Vaticano I: DS 3008) y entrar así en comunión íntima con El.
155 En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina: “Creer es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia” (S. Tomás de A., s.th. 2-2, 2,9; cf. Cc. Vaticano I: DS 3010).

La fe y la inteligencia
156 El motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos “a causa de la autoridad de Dios mismo que revela y que no puede engañarse ni engañarnos". “Sin embargo, para que el homenaje de nuestra fe fuese conforme a la razón, Dios ha querido que los auxilios interiores del Espíritu Santo vayan acompañados de las pruebas exteriores de su revelación” (ibid., DS 3009). Los milagros de Cristo y de los santos (Mc 16,20; Hch 2,4), las profecías, la propagación y la santidad de la Iglesia, su fecundidad y su estabilidad “son signos ciertos de la revelación, adaptados a la inteligencia de todos", “motivos de credibilidad que muestran que el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu” (Cc. Vaticano I: DS 3008-10).

Creo que resucitó de entre los muertos.
Teniendo en cuenta esto, podemos preguntarnos, entonces: ¿qué razones tenemos para creer en Jesús?. ¿Cómo responderíamos a alguien que nos preguntara: cómo sé yo que Jesús resucitó?
Una primera respuesta, completamente verdadera, sería decir: “creo porque he recibido la gracia de la fe".
Una segunda, complementaria y necesaria, será exponer al otro las razones o signos históricos que legitiman mi afirmación, que son reconocibles por la fe y a la vez accesibles a una investigación histórica. La existencia de estos signos nos muestra que afirmar la fe en la resurrección es algo sensato, razonable, o al menos no absurdo e incoherente. Frente a estos signos se requiere siempre tener un corazón abierto, y recibir la gracia de la fe.

No tenemos, entonces, pruebas apodípticas. Si éstas existieran, no creeríamos en su Resurrección, sino que tendríamos de ella evidencia sensible y la conoceríamos racionalmente. Y entonces no sería un acto libre de fe, estaríamos obligados a aceptarlo ante la evidencia de la prueba. Pero Dios no ha querido que esto fuera así, sino que el hombre tiene que “arriesgar” su libertad, aún teniendo razones y motivos de credibilidad.

Al exponer cuáles son las razones, las presento en dos momentos. Las primeras se orientan más hacia el pasado, analizando las fuentes bíblicas y los relatos de las apariciones del Resucitado. Las segundas son más de “tiempo presente”, y se orientan a intentar percibir los signos de la resurrección de Jesús en el hoy de la historia.

jesus-resucitado

Jesús-resucitado  
La resurrección: acontecimiento histórico y trascendente.
639 El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento. Ya San Pablo, hacia el año 56, puede escribir a los Corintios: “Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce: “(1 Co 15, 3-4). El Apóstol habla aquí de la tradición viva de la Resurrección que recibió después de su conversión a las puertas de Damasco (Hch 9, 3-18).
No puedo desarrollarlo aquí, pero esta afirmación supone no sólo la aceptación por la fe del valor como Palabra de Dios de los Evangelios y demás escritos del Nuevo Testamento, sino también el conocimiento de su valor histórico, como documentos de un valor similar o - en muchísimos casos- mayor que el que nos permite “conocer” la vida y obra de casi todos los personajes de la historia antigua.
Los Evangelios han recibido innumerables ataques y en lugar de disminuir ha ido creciendo su credibilidad histórica.Negar el valor de las fuentes implicaría negar la existencia de Cristo, como han llegado a decir algunos. Cristo sería un mito, inventado por un grupo de fanáticos, para crear una religión. Pero entonces hay que probar que esto es así, no simplemente afirmarlo. Por este camino se llega negar la existencia de la mayoría de los personajes de la historia antigua. Pero esto sería tema para otro artículo.

 sepulcro-vacio

El sepulcro vacío
sepulcro-vacio640 “¿Por qué buscar entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado” (Lc 24, 5-6). En el marco de los acontecimientos de Pascua, el primer elemento que se encuentra es el sepulcro vacío. No es en sí una prueba directa. La ausencia del cuerpo de Cristo en el sepulcro podría explicarse de otro modo (Jn 20,13; Mt 28, 11-15). A pesar de eso, el sepulcro vacío ha constituido para todos un signo esencial. Su descubrimiento por los discípulos fue el primer paso para el reconocimiento del hecho de la Resurrección. Es el caso, en primer lugar, de las santas mujeres (Lc 24, 3. 22- 23), después de Pedro (Lc 24, 12). “El discípulo que Jesús amaba” (Jn 20, 2) afirma que, al entrar en el sepulcro vacío y al descubrir “las vendas en el suelo"(Jn 20, 6) “vio y creyó” (Jn 20, 8). Eso supone que constató en el estado del sepulcro vacío (Jn 20, 5-7) que la ausencia del cuerpo de Jesús no había podido ser obra humana y que Jesús no había vuelto simplemente a una vida terrenal como había sido el caso de Lázaro (Jn 11, 44).
Hay aquí un hecho negativo, pero que es un indicio de que algo ocurrió: el cuerpo de Jesús no estaba en el sepulcro el domingo de mañana.
Las explicaciones a este hecho pueden ser varias, y así se han intentado. Reimarus, un crítico racionalista del siglo XIX, elaboró por ejemplo la “teoría del fraude”. Los apóstoles robaron el cuerpo e inventaron la historia de la Resurrección. Pero no explica cómo lo robaron - a pesar de los centinelas que había en el sepulcro-. Ni qué hicieron con el cuerpo. Ni cómo fueron tan necios por morir todos por una mentira inventada por ellos. Ni cómo hicieron ellos, ignorantes y rudos como eran, para convencer a muchos de sus contemporáneos de la verdad de la Resurrección.
Otros afirman la “teoría de la desaparición”: el cuerpo fue robado por los mismos judíos (lo que llama la atención es que no lo mostraran el día siguiente, y así acabaran con todo rápidamente). Llegaron algunos a decir que el cuerpo desapareció a causa del terremoto de que habla el Evangelio, el cual sepultó el cuerpo a mayor profundidad. Curioso terremoto, que tuvo el cuidado de dejar cuidadosamente dobladas las vendas y el sudario…

Las apariciones del Resucitado
641 María Magdalena y las santas mujeres, que venían de embalsamar el cuerpo de Jesús (Mc 16,1; Lc 24, 1) enterrado a prisa en la tarde del Viernes Santo por la llegada del Sábado (Jn 19, 31. 42) fueron las primeras en encontrar al Resucitado (Mt 28, 9-10; Jn 20, 11-18).Así las mujeres fueron las primeras mensajeras de la Resurrección de Cristo para los propios Apóstoles (Lc 24, 9-10). Jesús se apareció en seguida a ellos, primero a Pedro, después a los Doce (1 Co 15, 5). Pedro, llamado a confirmar en la fe a sus hermanos (Lc 22, 31-32), ve por tanto al Resucitado antes que los demás y sobre su testimonio es sobre el que la comunidad exclama: “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” (Lc 24, 34).

El dato de que fueran mujeres las elegidas para el anuncio de la Resurrección le agrega valor histórico al relato. Según la tradición judía, el testimonio de una mujer no tenía valor alguno. De haber inventado el relato, jamás lo hubieran armado de ese modo. Si así lo testimonian todos unánimemente, es porque el Señor quiso elegirlas, contrariando lo que hubiera sido razonable.

642 Todo lo que sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de los Apóstoles - y a Pedro en particular - en la construcción de la era nueva que comenzó en la mañana de Pascua. Como testigos del Resucitado, los apóstoles son las piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la primera comunidad de creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos y, para la mayoría, viviendo entre ellos todavía. Estos “testigos de la Resurrección de Cristo” (Hch 1, 22) son ante todo Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla claramente de más de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola vez, además de Santiago y de todos los apóstoles (1 Co 15, 4-8).

643 Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico. Sabemos por los hechos que la fe de los discípulos fue sometida a la prueba radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro, anunciada por él de antemano(Lc 22, 31-32). La sacudida provocada por la pasión fue tan grande que los discípulos (por lo menos, algunos de ellos) no creyeron tan pronto en la noticia de la resurrección. Los evangelios, lejos de mostrarnos una comunidad arrobada por una exaltación mística, los evangelios nos presentan a los discípulos abatidos ("la cara sombría": Lc 24, 17) y asustados (Jn 20, 19). Por eso no creyeron a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y “sus palabras les parecían como desatinos” (Lc 24, 11; Mc 16, 11. 13). Cuando Jesús se manifiesta a los once en la tarde de Pascua “les echó en cara su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber creído a quienes le habían visto resucitado” (Mc 16, 14).

644 Tan imposible les parece la cosa que, incluso puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los discípulos dudan todavía (Lc 24, 38): creen ver un espíritu (Lc 24, 39). “No acaban de creerlo a causa de la alegría y estaban asombrados” (Lc 24, 41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda (Jn 20, 24-27) y, en su última aparición en Galilea referida por Mateo, “algunos sin embargo dudaron” (Mt 28, 17). Por esto la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un “producto” de la fe (o de la credulidad) de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la Resurrección nació - bajo la acción de la gracia divina- de la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado.

El argumento del Catecismo es muy ilustrativo y ofrece un sustento de credibilidad importante a los relatos. De haber inventado las narraciones de las apariciones, los apóstoles hubieran presentado una imagen muy distinta de sí mismos, y nunca la de unos incrédulos empedernidos. Además, como dijimos ya, si los apóstoles hubieran inventado esto de la Resurrección, su “cuento” hubiera acabado en cuanto les hubiera sido causa de molestia. ¿Cómo pensar que alguien puede dejarse azotar perseguir, y crucificar - como fue el caso de Pedro, por ejemplo- por una mentira inventada por él? Por ello el martirio de todos los apóstoles (excepto Juan) es una de las razones más fuertes para afirmar la realidad histórica de la Resurrección.

San Pedro

Creo en la Iglesia… creo a la Iglesia.
San PedroPor este camino llegamos al segundo punto. Nosotros creemos en la Resurrección de Jesús y en todo lo demás por el testimonio de la Iglesia, que nosotros recibimos y aceptamos. La verdad de la Resurrección, cual llama ardiente, ha sido transmitida de generación en generación, desde los Apóstoles en adelante, y ha llegado a nuestros padres, y de ellos a nosotros. Ellos vieron al Señor resucitado, comieron y estuvieron con Él, fueron enviados por Él al mundo. Esa misión es continuada por la Iglesia hasta el fin de los tiempos.
Ahora bien: ¿nos ofrece la Iglesia razones para creer en ella? ¿Cuales son las credenciales de esta religión para erigirse en la portavoz de Dios?. ¿Tenemos algún elemento racional para aceptar que realmente en ella está y actúa el Resucitado, o lo aceptamos ciegamente?

El Concilio Vaticano I, citado por el CCE nº 156, nos habla de ellos:

“Los milagros de Cristo y de los santos (Mc 16,20; Hch 2,4), las profecías, la propagación y la santidad de la Iglesia, su fecundidad y su estabilidad“. Ellos “son signos ciertos de la revelación, adaptados a la inteligencia de todos", “motivos de credibilidad que muestran que el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu” (Cc. Vaticano I: DS 3008-10).
Volvemos a reiterar: no son pruebas, sino motivos de credibilidad, signos que ofrecen una base racional que hace de nuestro acto de fe un acto verdaderamente humano. Me detendré para detallar algunos de ellos.

1. Los milagros:
Hay un hecho irrefutablo: en la historia de la Iglesia, a lo largo de todos los tiempos, se han dado innumerables hechos prodigiosos, inexplicables para la razón. Si bien la ciencia no puede decir nunca “esto es un milagro” porque  esa no es una afirmación científica -la ciencia se limita a los sensible, no puede hablar de una causa trascendente-, sí puede decir - y de hecho dice-: “esto no tiene una explicación científica. Aquí ha intervenido alguna causa que no es natural.”
La Iglesia ha sido siempre muy prudente, y ha evitado “multiplicar los milagros sin necesidad". Por eso somete a un riguroso examen todos los hechos extraordinarios, y se cerciona bien de todas sus posibles causas, antes de atribuírlo a Dios.
A pesar de esa prudencia, año tras año se constatan curaciones milagrosas, milagros eucarísticos, fenómenos superiores a la naturaleza, etc. Citemos por ejemplo el caso del niño salvado milagrosamente por la intercesión de los pastorcitos de Fátima y los que casi cada mes se aprueban para la canonizar a los santos. O los estigmas del Padre Pío estudiados con detalle por médicos no creyentes- y sus profecías y conocimiento de las conciencias. O los milagros eucarísticos medievales, cuyas huellas continúan entre nosotros. O la tilma de San Juan Diego, en el que la Virgen de Guadalupe dejó impresa su imagen. O la Sábana Santa. O la danza del sol en Fátima, el 13 de octubre de 1917. Todas estas manifestaciones han recibido innumerables análisis de parte de científicos no creyentes, y permanecen sin explicación.
No fuerzan la fe. De hecho, ante los mismos milagros de Jesús, muchos se resistían a creer. Pero estos milagros ofrecen al creyente un fundamento racional para no despreciar.

2. La existencia misma de la Iglesia
El argumento de la existencia y estabilidad de la Iglesia Católica tiene dos vertientes.
La primera consiste en afirmar que la continuidad de la Iglesia a través de los siglos es signo de su origen divino, de la presencia del Resucitado y de la verdad de su doctrina. ¿Por qué? Porque es imposible, humanamente hablando, que una institución simplemente humana, que presenta una imagen de Dios tan poco “lógica” – un Dios Trinidad y Encarnado-, que adora a un Crucificado y que predica un mensaje tan contrario a la fragilidad de las personas –Cruz, abnegación, sacrificio, castidad, humildad, perdón, etc-, que ha sido perseguida en casi todas las latitudes y por todo tipo de regímenes políticos, que comenzó con un minúsculo grupo de pescadores rudos de un pueblo perdido en un rincón del imperio romano, pueda seguir existiendo, Han caído todos los imperios, se han derrumbado las ideologías, pero la Iglesia Católica continúa cumpliendo su misión. Y la ha ejercido siempre en fidelidad al mensaje original, sin modificar ninguna de sus doctrinas ni exigencias, sin transigir con la debilidad humana que siempre se rebela ante su doctrina.
Además –y esta es la segunda vertiente del argumento- esa Iglesia ha permanecido estable estando compuesta siempre por hombres pecadores, muy pecadores. Si esta religión hubiera tenido siempre miembros intachables, tanto “dirigentes” como “subordinados”, quizá esto explicaría su pervivencia multisecular. Pero los pecados de los miembros son una prueba más de la presencia de Dios en ella. Cuentan que en una ocasión Napoleón dialogaba con un cardenal y le decía: “yo voy a destruir la Iglesia”. A lo que el Cardenal respondía: “No podrá. Ni nosotros la hemos podido destruir”. Ni el libertinaje moral de la jerarquía en la baja Edad Media, ni los escándalos sexuales ampliamtente difundidos por la prensa en nuestros tiempos, ni la ambición de poder en algunos sectores, han podido detener la marcha del Pueblo de Dios hasta la Tierra prometida. La Iglesia, por deseo de Jesús, está hecha “a prueba de los hombres”.
Estos hechos son históricos, comprobables, tangibles. Para un hombre de buena voluntad deberían constituir, al menos, un interrogante. Muchos hombres que han estudiado la historia de la Iglesia con rectitud de corazón, se han hecho creyentes en Dios, o han pedido ingresar en la Iglesia católica desde otras confesiones cristianas.

Resultado de imagen de 3. La santidad. El martirio

3. La santidad. El martirio
Pero evidentemente, más allá de lo negativo que existe en nosotros, es el signo positivo el más fuerte. Y por ello es la santidad, el testimonio cristiano de sus miembros más eminentes – los verdaderos cristianos- el signo más claro de la presencia de Dios en la Iglesia y, por lo tanto, de la verdad que ella anuncia.
De tal modo que a la pregunta: ¿por qué crees en la Iglesia, por qué crees que allí está Jesucristo? Podríamos responder “por el cura Brochero, por Madre Teresa de Calcuta, por Juan Pablo II, por la alegría de las carmelitas y de los cartujos, por tantas madres cristianas que viven un heroísmo fiel…”

Resultado de imagen de Santa TEresa de Calcuta

A esto se lo ha llamado tradicionalmente el “milagro moral”. Una existencia totalmente entregada a los demás como, por ejemplo, la de Madre Teresa, en caridad heroica, durante tantos años, con la alegría con que lo hacía, es un verdadero milagro.
Como lo es la muerte de San Damián de Molokai, que elige hacerse leproso con los leprosos, abrazando consciente y alegremente la muerte por salvar el alma de otros.

Resultado de imagen de Gianna Beretta Molla, madre y esposa,
Santa Gianna Beretta Molla, doctora, esposa y madre


Blog Católico de Javier Olivares-Baiona








Como es un milagro la vida y la muerte de Santa Gianna Beretta Molla, madre y esposa, quien se ofrece para evitar la muerte de su bebé.
Más cerca de nuestra realidad, podríamos decir también que el hecho de que una joven normal, con posibilidades laborales y afectivas en abundancia, abandone todo y se encierre en un monasterio carmelita, y viva allí, privada de casi todo lo que los demás hombres consideran importante, y viva con plena alegría y equilibrio psíquico –es decir, no por un fanatismo enfermizo- sólo se explica por una auténtica llamada de Dios y una presencia real en su vida.
El momento máximo de este testimonio se da en el martirio. Aquí conviene recordar lo dicho por Juan Pablo II en la encíclica Fides et ratio:

El mártir, en efecto, es el testigo más auténtico de la verdad sobre la existencia. Él sabe que ha hallado en el encuentro con Jesucristo la verdad sobre su vida y nada ni nadie podrá arrebatarle jamás esta certeza. Ni el sufrimiento ni la muerte violenta lo harán apartar de la adhesión a la verdad que ha descubierto en su encuentro con Cristo. Por eso el testimonio de los mártires atrae, es aceptado, escuchado y seguido hasta en nuestros días. Ésta es la razón por la cual nos fiamos de su palabra: se percibe en ellos la evidencia de un amor que no tiene necesidad de largas argumentaciones para convencer, desde el momento en que habla a cada uno de lo que él ya percibe en su interior como verdadero y buscado desde tanto tiempo. En definitiva, el mártir suscita en nosotros una gran confianza, porque dice lo que nosotros ya sentimos y hace evidente lo que también quisiéramos tener la fuerza de expresar. FR 32
Es cierto que nuestro siglo está viendo muertes de todo tipo: terroristas, fundamentalistas, etc. Pero esto no equipara los motivos por los cuales se muere. 

No es lo mismo morir por odio, que morir por fidelidad y por amor. No es lo mismo arrojarse contra una torre causando la muerte de miles, que morir perdonando y con una sonrisa en los labios, como tantos mártires cristianos.

Beato Francisco Castelló Aleu,

Cito aquí, para concluir, el testimonio del Beato Francisco Castelló Aleu, mártir de la guerra civil española. Fue beatificado el 11 de marzo por Juan Pablo II, en la beatificación más numerosa de la historia de la Iglesia, entre los mártires de la fe durante la guerra civil española.
Tenía 22 años y trabajaba como ingeniero químico en la fábrica Cros, S.A., de Lérida. “Si ser católico es delito, acepto gustosamente ser delincuente, ya que la mayor felicidad del hombre es dar la vida por Cristo, y si tuviera mil vidas, sin dudar, las daría por Él“. Así confesó Francesc Castelló ante el tribunal que lo condenó a muerte, tras invitarle a apostatar de su fe si quería salvar la vida. Mientras era llevado al lugar de fusilamiento, iba cantando el Credo. Cuando todo ya estaba dispuesto dijo a los verdugos: Un momento: los perdono a todos en nombre de Cristo. Y murió gritando viva Cristo Rey.
El 29 de septiembre de 1936, momentos antes de ser llevado a fusilar, escribe tres cartas: a su novia, María Pelegrí (Mariona), a sus dos hermanas y su tía, y a D. Román Galán, su director espiritual. Las escribe en una celda inhumana y malholirnte, en medio de los gritos de desesperación de los que lo rodeaban. Transcribimos la carta a la novia, un verdadero milagro del Resucitado, carta que Pío XII leyera entre lágrimas, equiparándola a algunas de las páginas más gloriosas de la historia antigua, concretamente a la de Ignacio de Antioquía.

 Carta del 
Beato Francisco Castelló Aleu,
A María Pelegrí Platería, 39 - 1º

Querida Mariona: Nuestras vidas se han unido y Dios mismo ha querido separarlas. A Él le ofrezco con toda la sinceridad posible mi amor hacia ti, un amor intenso, puro y sincero.
Siento tu desgracia, no la mía. Estés orgullosa de mí: dos hermanos y tu novio. Pobre Mariona.
Me pasa una cosa extraña: no puedo sentir ninguna pena por mi suerte. Una alegría interna, intensa, fuerte… llena todo mi ser. Quisiera escribirte una carta triste, de despedida, pero no puedo. Estoy pleno de alegría como un presentimiento de la Gloria.
Quisiera hablarte de lo mucho que te habría amado. De cuánta ternura tenía reservada para ti, de lo felices que habríamos sido. Pero para mí todo esto es secundario. He de dar un gran paso.
Una última cosa: cásate, si es tu parecer. Yo desde el cielo bendeciré tu matrimonio y tus hijos.
No quiero que llores. No lo quiero. Que estés orgullosa de mí. Te quiero. No tengo tiempo para más.  Francesc

1 Este título –en griego Kyrios- es aplicado en el Antiguo Testamento sólo a Yahvé. Que el Nuevo lo aplique a Cristo es de una importancia fundamental: afirma su divinidad.
2. Sería como basar la propia vida, por ejemplo, en El Principito.
Tu Colaboración es importante para ayudarnos a mantener esta págin
¡Que Dios te bendiga! 




No hay comentarios:

Publicar un comentario

Si quieres comentar, no tengas inconveniente. Solo te ruego que seas educado y no uses nunca palabras soeces ni injuriosas. En caso contrarío tendría que anularlo a continuación. Haz siempre crítica constructiva. Gracias.