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Mi primer
encuentro con Benedicto XVI
Vittorio Messori. Periodista
y escritor italiano,
está considerado como el escritor
de temas católicos más
traducido del mundo.
Famiglia Cristiana, 22 de
febrero de 2013
Traducción: Sara Martín
En lugar de un
temible Gran Inquisidor, encontré una persona entre las más corteses, mansas e
incluso tímidas que había conocido jamás. En lugar de un ideólogo fanático,
encontré a un hombre dispuesto a escuchar, a comprender, a interpretar lo mejor
posible el pensamiento de su interlocutor, firme en lo esencial pero elástico
en lo accesorio.
Los colegas me piden que cuente al menos los
comienzos de la relación, que dura desde hace 25 años, con aquel hombre cuya
renuncia ha conmovido a mil millones de católicos y creado un estado de alarma
en el mundo entero. Y me recomiendan que no dude en seguir una «línea
personal». Lo hago con gusto, pero también con un poco de melancolía: en
efecto, con el imprevisto fin del pontificado de Benedicto XVI termina también
(por lo poco que pueda valer) la parte central, la más comprometida de mi
recorrido personal. Siento un poco de incomodidad al dejarme caer en el
autobiografismo, pero así no sólo cumplo con el deseo de la revista: para
justificarme, también se da el hecho de que esta pequeña historia se enlaza con
las vicisitudes del Grupo que edita esta revista semanal.[1]
Sucedió de hecho que, al final del lejano año
1978, dejé tanto una ciudad como un periódico que amaba (Turín y La Stampa),
aceptando la invitación del inolvidable don Zilli para crear el mensual
religioso de Famiglia Cristiana,
dándole el nombre más comprometido. Nada menos que la revista Jesús: al modo latino, que quede claro,
no con la pronunciación inglesa que, para mi decepción, he escuchado después
pronunciar muchas veces. La convocatoria en Milán se debía al singular e
imprevisto éxito de mi primer libro, Hipótesis
sobre Jesús, que había centrado la atención en lo que yo era hasta entonces
y que no me disgustaba en absoluto: esto es, un simple y tranquilo redactor del
suplemento cultural del periódico de Casa Agnelli.
La redacción inicial del nuevo proyecto
mensual paulino estaba realmente reducida hasta el extremo: un director, don
Antonio Tarzia (que volvió después a la dirección del periódico, después de
otras experiencias editoriales), una joven y brava secretaria, Maura Ferrari y
el que suscribe. Junto a don Totò, como sus amigos siempre lo habíamos llamado,
decidimos que el plato fuerte de cada número sería una entrevista larga y en
profundidad con los mayores protagonistas del pensamiento —ya fueran
cristianos, ya fueran de otras religiones, ya fueran agnósticos o ateos— con el
título «Diálogos sobre Jesús». De aquí nacería, después de años de trabajo, un
libro que todavía permanece en el catálogo de Mondadori, Inchiesta sul cristianesimo. Cada mes añadía a mi colección el
retrato de una persona con autoridad pero, a partir de un cierto momento,
comencé a acariciar un sueño: ¿Por qué todo mi indagar se realizaba
alrededor de la fe, de la posibilidad de
creer todavía? ¿Por qué no interrogar a aquel que —en la Iglesia católica— era
el custodio, el guardián de la ortodoxia? Pablo VI había renovado profundamente
lo que había sido el Santo Oficio, en torno al cual se había creado una tenaz
leyenda negra. Para suceder a la temida institución se había creado una nueva
Congregación, la llamada «para la Doctrina de la Fe». Juan Pablo II llamaría
después para dirigirla al arzobispo de Mónaco de Baviera, ya profesor
universitario de Teología, un tal Joseph Ratzinger. Había leído una Introducción al cristianismo suya que me
había gustado, al igual que me gustaron las declaraciones y documentos que
comenzó a producir en su nuevo servicio romano.
De esta manera, me atrapó una especie de
pensamiento fijo: ¡Aquel cardenal bávaro era el hombre que yo necesitaba para
completar mi gran serie de testimonios sobre la fe! Los pocos a los que se lo
di a entender me miraban con una sonrisilla irónica; alguno me aconsejaba un
poco sarcásticamente un periodo de reposo, ya que era evidente que comenzaba a
delirar.
Pero, en resumen, ¿me daba cuenta de que, a
pesar del cambio de nombre, aquella seguía siendo la heredera directa del Santo
Oficio de los inquisidores, la única Congregación de la Iglesia cuyo archivo
estaba todavía rigurosamente sellado, la institución que había hecho del
secreto y del silencio su esencia? Sí, me daba cuenta. Y sin embargo... Y sin
embargo sucedió que la vigilia del 15 de Agosto de 1984 paseaba delante del
portón del gran Seminario de Bressanone esperando a Su Eminencia Joseph
cardenal Ratzinger, que me había concedido una cita no para un par de horas
sino para, quien lo diría, tres días.
El proyecto no era una breve entrevista para
un periódico, sino una conversación sin cuartel que se convirtiera en un libro:
la editorial, obviamente San Pablo, también porque (se lo reconozco con gusto y
con agradecimiento) el director don Totò había sido de los pocos que no me
había considerado incoherente, más aún, había trabajado también él para
conseguir aquel objetivo que parecía una utopía. Como decía, paseaba en la
plaza de Brixen—Bressanone, esperando alguna limusina negra con matrícula SCV.
En su lugar, llegó una Volkswagen con matrícula Regensburg, conducida por un
hombre de aire afable (supe después que era su hermano) y salió un sacerdote
con un modesto clergyman de párroco, con un rostro de juvenil curiosidad que
contrastaba con la corona de pelo totalmente blanco. Pero sí: era «él». Tres
días después saldría de aquel portón con una veintena de horas de grabación en
la bolsa de viaje que sacudirían a toda la Iglesia y que todavía hoy se siguen
reeditando en muchos idiomas, bajo el título Informe sobre la fe.
Comenzó así una relación que, aunque de un
modo lógicamente discontinuo, se prolongaría en el tiempo con diversos encuentros
(hasta llegar a uno más bien reciente) que me permitieron profundizar en el
conocimiento del hombre que me pareció rápidamente lo contrario precisamente a
la «leyenda negra» creada sobre él. En lugar de un temible Gran Inquisidor,
encontré una persona entre las más corteses, mansas e incluso tímidas que había
conocido jamás. En lugar de un ideólogo fanático, encontré a un hombre
dispuesto a escuchar, a comprender, a interpretar lo mejor posible el
pensamiento de su interlocutor, firme en lo esencial pero elástico en lo
accesorio. En lugar de un sacerdote tenebroso y hosco, encontré una persona de
agradable humor, dispuesta a sonreír y replicar a las bromas con finura. En
lugar de un hombre anclado en el pasado, encontré a una persona curiosa e
informada no sólo de los avances y tendencias de los estudios teológicos y
filosóficos, sino también de todo lo importante que sucedía en el mundo. En
lugar de un cardenal encaramado a la púrpura, encontré a un sacerdote
sorprendido por todo lo que le había sucedido, que había aceptado los altos
nombramientos sólo por amor a la Iglesia y que hablaba con un poco de pena de
los estudios interrumpidos, de los proyectos editoriales pospuestos sine die.
No era fácil, en el clima eclesial de aquel
entonces, hacer pasar esta imagen, la auténtica, del presunto heredero de los
inquisidores, por añadidura alemán y que incluso había pasado (obligado, al
igual que todos sus coetáneos) por las Juventudes Hitlerianas. Quizá, sólo
después de la elección al papado, la Iglesia y el mundo han descubierto poco a
poco quien era verdaderamente el auténtico Ratzinger. Muchos, muchísimos, al
descubrirlo le han amado. Y ahora, respetan su decisión pero se entristecen
ante la perspectiva de no verlo ni escucharle de nuevo repetir —amablemente, no
amenazadoramente— la verdad que la Iglesia anuncia.
Es necesario leer de estos artículos aclaratorio. Franja.
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