Blog católico de Javier Olivares-baionés jubilado-Baiona
Dios en familia
Fernando Pascual, L.C. Profesor de filosofía y bioética
en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum
Autores Catolicos.org
“Papá, ¿tú crees en Dios?”
Juanito, con sus 6 años, pone a papá en su serio problema. Mamá sonríe, porque sabe que, aunque no se vea, su esposo cree en lo escondido de su corazón. Lo que pasa es que está todo el día muy ocupado, y no se nota mucho su fe cuando está entre los suyos...
Preguntas como la de Juanito ponen un reto a toda familia que sea verdaderamente cristiana. ¿Cómo enseñar la fe en casa? Hay muchos modos ingeniosos de hacerlo, pero lo principal no es enseñar únicamente una serie de verdades, sino ayudar a descubrir, muy cerca de nosotros, a Dios.
La primera lección, la más fundamental, es la del amor en familia. Los niños captan mucho más de lo que creemos. Si ven que papá y mamá se quieren, se respetan, tienen un cariño fresco y alegre; si ven en los padres a auténticos enamorados; si descubren que saben estar cerca de los hijos a la hora de la alegría o del dolor, en la enfermedad o en los estudios, en el juego o en la televisión; si los ven así, padres “muy padres”, acogerán con mucha facilidad lo que puedan decir sobre la bondad de Dios, sobre su misericordia, sobre Jesucristo salvador, sobre la Virgen , nuestra Madre, sobre la Iglesia.
La segunda lección arranca de la naturaleza, de este planeta y este universo maravilloso en el que vivimos. El mundo está lleno de mensajes que nos permiten vislumbrar el amor de Dios. Pero se necesita la clave de lectura adecuada a cada niño, a su edad y psicología. Hoy mamá le dice al más pequeño: “¿Ves cómo toma agua este pajarillo? Baja la cabeza, sorbe un poquito, y la levanta para darle gracias a Dios”. Mañana papá le dice al “preguntón” de 6 años: “Mira, Juanito, ¿tú sabes por qué puedes preguntar tanto? Porque tú estás aquí, y yo estoy aquí. Y los dos estamos aquí porque Dios nos ha amado, y ahora podemos hablarnos...”
El otro día la niña más grande, de 13 años, viene con problemas sobre la evolución que acaban de explicarle en la escuela. Papá y mamá toman una fotografía de una mariposa o un esquema del libro de biología donde se explica el sistema nervioso de una rana. Luego cogen un puñado de tierra o varias piedras de distintos minerales. “Mira, Rosa, algunos científicos quieren saber cómo se hizo todo. Y tienen la ilusión de llegar a una explicación fácil, sencilla, en la que no quede prácticamente espacio para Dios. Así, creen que de tierra, minerales, sol, viento, fuego, y otras casualidades, pueden nacer primero seres muy pequeños, como las bacterias, y luego seres más complicados, como esta rana o esta mariposa. Pero nosotros creemos que es difícil que todo sea por casualidad. Detrás de estos colores de las alas de la mariposa, ¿no es posible que exista un proyecto de Dios, un sueño de amor, un deseo de hacer más hermoso el mundo?”
Desde luego, la respuesta no es siempre sencilla. Algunos maestros de la escuela creen en la evolución como si fuese un dogma de fe, cuando todavía hay tantas teorías y tantos problemas por resolver a la hora de explicar más o menos bien la “evolución”... La casualidad puede explicar muy poco, y, desde luego, no puede explicar el amor. Los padres aman a sus hijos no porque les obliguen los átomos, sino porque son libres y hay algo (mucho) de bondad en sus corazones.
La tercera lección es la de vivir como amigos de Cristo. Quizá lo hemos escuchado alguna vez en el catecismo: nadie llega al Padre sin hacerlo por medio de Jesús
. Esto hay que vivirlo como una experiencia personal, y hay que enseñarlo a los hijos. El momento central es la misa. Siempre que no se moleste a los de al lado, qué hermosa es la familia en la que papá y mamá van explicando, en voz baja, las distintas partes de la misa a sus hijos pequeños mientras están allí, “en directo”. El niño que ve a sus padres comulgar, que los ve rezar, que los ve acercarse a la confesión, donde Cristo perdona los pecados, no puede no encenderse de deseos de llegar pronto a estar cerca de Jesús.
Además, siempre existe la ocasión de hacer presente a Jesús en casa. Unas veces, sin ser aburridos, se tratará de leer el Evangelio y comentarlo juntos. Los niños captan, con una profundidad que no imaginamos, el mensaje sencillo y claro de Jesús, sus parábolas, su mandamiento del amor. Otras veces, será dedicar un momento para rezar en familia. Tal vez comienza mamá, sigue papá, y luego los pequeños: cada uno hace su oración espontánea, sencilla, al Padre por medio de Cristo. Será muy bueno aprender a agradecer, con una oración, el don de la comida, o un regalo, o una enfermedad.
La siguiente anécdota refleja lo mucho que puede crecer, en su fe, cada uno de los hijos. Hace muchos años un sacerdote encontró a un niño de casi seis años. El sacerdote se dio cuenta de que el niño conocía muy bien el catecismo, y quiso preguntarle sobre otros temas. La conversación entre los dos fue la siguiente:
-¿Con quién hablas cuando rezas?
-Hablo con el Señor.
-¿Y cómo hablas con el Señor?
-Hablo con El como hablo con mamá.
-¿A quién rezas?
-A Dios, a Jesús, a la Virgen , a los ángeles y a los santos.
-¿Qué harás cuando seas mayor?
-Lo que quiera el Señor.
-¿Y cómo vas a saber lo que Dios quiere de ti?
-Me lo dirá al corazón, o me lo dirá a través de mamá, o por medio del párroco que me confiesa.
-¿Eres tan pequeño, y ya te confiesas? ¿Y de qué te confiesas?
-De mis pecados.
-Pero... si eres tan pequeño, ¡no haces pecados!
El niño bajó los ojos y dijo con un susurro: -Hago travesuras, pero las confieso, y Dios me perdona...
El sacerdote preguntó en seguida a la mamá del niño: ¿Cómo le ha enseñado estas cosas? La mamá contestó con sencillez: “Un poco cada día: mientras se viste, mientras desayuna, cuando por la noche tarda en dormirse, o cuando sale conmigo, le hablo de Dios, y así, poco a poco, comienza a amar al Señor”.
Este niño había aprendido mucho, porque había tenido buenos maestros en casa. Entre las cosas que le enseñaron, descubrió esa gran verdad cristiana: Dios nos perdona. Dios no es un Dios de la venganza, sino un Dios misericordioso. Este descubrimiento es un faro de luz que ilumina toda una vida, y nos hace decir, cuando somos mayores, “¡gracias!” a nuestros padres porque nos dieron el regalo más grande: el regalo de la fe y de la esperanza.
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