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MENSAJE
DEL PAPA FRANCISCO PARA LA CUARESMA 2016
Mensaje
del papa Francisco para la Cuaresma 2016
Publicado
el 26.01.2016
“Misericordia
quiero y no sacrificio” (Mt 9,13).
Las obras de misericordia en el camino
jubilar
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1.
María, icono de una Iglesia que evangeliza porque es evangelizada
En
la Bula de convocación del Jubileo invité a que “la Cuaresma de este Año
Jubilar sea vivida con mayor intensidad, como momento fuerte para celebrar y
experimentar la misericordia de Dios” (Misericordiae vultus, 17). Con la
invitación a escuchar la Palabra de Dios y a participar en la iniciativa “24
horas para el Señor” quise hacer hincapié en la primacía de la escucha orante
de la Palabra, especialmente de la palabra profética. La misericordia de Dios,
en efecto, es un anuncio al mundo: pero cada cristiano está llamado a
experimentar en primera persona ese anuncio. Por eso, en el tiempo de la
Cuaresma enviaré a los Misioneros de la Misericordia, a fin de que sean para
todos un signo concreto de la cercanía y del perdón de Dios.
María,
después de haber acogido la Buena Noticia que le dirige el arcángel Gabriel,
canta proféticamente en el Magnificat la misericordia con la que Dios la ha
elegido. La Virgen de Nazaret, prometida con José, se convierte así en el icono
perfecto de la Iglesia que evangeliza, porque fue y sigue siendo evangelizada por
obra del Espíritu Santo, que hizo fecundo su vientre virginal. En la tradición
profética, en su etimología, la misericordia está estrechamente vinculada,
precisamente con las entrañas maternas (rahamim) y con una bondad generosa,
fiel y compasiva (hesed) que se tiene en el seno de las relaciones conyugales y
parentales.
2.
La alianza de Dios con los hombres: una historia de misericordia
El
misterio de la misericordia divina se revela a lo largo de la historia de la
alianza entre Dios y su pueblo Israel. Dios, en efecto, se muestra siempre rico
en misericordia, dispuesto a derramar en su pueblo, en cada circunstancia, una
ternura y una compasión visceral, especialmente en los momentos más dramáticos,
cuando la infidelidad rompe el vínculo del Pacto y es preciso ratificar la
alianza de modo más estable en la justicia y la verdad. Aquí estamos frente a
un auténtico drama de amor, en el cual Dios desempeña el papel de padre y de
marido traicionado, mientras que Israel el de hijo/hija y el de esposa infiel. Son
justamente las imágenes familiares —como en el caso de Oseas (cf. Os 1-2)— las
que expresan hasta qué punto Dios desea unirse a su pueblo.
Este
drama de amor alcanza su culmen en el Hijo hecho hombre. En él Dios derrama su
ilimitada misericordia hasta tal punto que hace de él la “Misericordia
encarnada” (Misericordiae vultus, 8). En efecto, como hombre, Jesús de Nazaret
es hijo de Israel a todos los efectos. Y lo es hasta tal punto que encarna la
escucha perfecta de Dios que el Shemà requiere a todo judío, y que todavía hoy
es el corazón de la alianza de Dios con Israel: “Escucha, Israel: El Señor es
nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo
tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6,4-5). El Hijo de Dios
es el Esposo que hace cualquier cosa por ganarse el amor de su Esposa, con
quien está unido con un amor incondicional, que se hace visible en las nupcias
eternas con ella.
Es
éste el corazón del kerygma apostólico, en el cual la misericordia divina ocupa
un lugar central y fundamental. Es “la belleza del amor salvífico de Dios
manifestado en Jesucristo muerto y resucitado” (Exh. ap. Evangelii gaudium,
36), el primer anuncio que “siempre hay que volver a escuchar de diversas
maneras y siempre hay que volver a anunciar de una forma o de otra a lo largo
de la catequesis” (ibíd., 164). La Misericordia entonces “expresa el
comportamiento de Dios hacia el pecador, ofreciéndole una ulterior posibilidad
para examinarse, convertirse y creer” (Misericordiae vultus, 21),
restableciendo de ese modo la relación con él. Y, en Jesús crucificado, Dios
quiere alcanzar al pecador incluso en su lejanía más extrema, justamente allí
donde se perdió y se alejó de Él. Y esto lo hace con la esperanza de poder así,
finalmente, enternecer el corazón endurecido de su Esposa.
3.
Las obras de misericordia
La
misericordia de Dios transforma el corazón del hombre haciéndole experimentar
un amor fiel, y lo hace a su vez capaz de misericordia. Es siempre un milagro
el que la misericordia divina se irradie en la vida de cada uno de nosotros,
impulsándonos a amar al prójimo y animándonos a vivir lo que la tradición de la
Iglesia llama las obras de misericordia corporales y espirituales. Ellas nos
recuerdan que nuestra fe se traduce en gestos concretos y cotidianos,
destinados a ayudar a nuestro prójimo en el cuerpo y en el espíritu, y sobre
los que seremos juzgados: nutrirlo, visitarlo, consolarlo y educarlo.
Por
eso, expresé mi deseo de que “el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo
sobre las obras de misericordia corporales y espirituales. Será un modo para
despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la
pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los
pobres son los privilegiados de la misericordia divina” (ibíd., 15). En el
pobre, en efecto, la carne de Cristo “se hace de nuevo visible como cuerpo
martirizado, llagado, flagelado, desnutrido, en fuga… para que nosotros lo
reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado” (ibíd.). Misterio
inaudito y escandaloso la continuación en la historia del sufrimiento del
Cordero Inocente, zarza ardiente de amor gratuito ante el cual, como Moisés,
sólo podemos quitarnos las sandalias (cf. Ex 3,5); más aún cuando el pobre es
el hermano o la hermana en Cristo que sufren a causa de su fe.
Ante
este amor fuerte como la muerte (cf. Ct 8,6), el pobre más miserable es quien
no acepta reconocerse como tal. Cree que es rico, pero en realidad es el más
pobre de los pobres. Esto es así porque es esclavo del pecado, que lo empuja a
utilizar la riqueza y el poder no para servir a Dios y a los demás, sino parar
sofocar dentro de sí la íntima convicción de que tampoco él es más que un pobre
mendigo. Y cuanto mayor es el poder y la riqueza a su disposición, tanto mayor
puede llegar a ser este engañoso ofuscamiento. Llega hasta tal punto que ni
siquiera ve al pobre Lázaro, que mendiga a la puerta de su casa (cf. Lc
16,20-21), y que es figura de Cristo que en los pobres mendiga nuestra
conversión. Lázaro es la posibilidad de conversión que Dios nos ofrece y que
quizá no vemos. Y este ofuscamiento va acompañado de un soberbio delirio de
omnipotencia, en el cual resuena siniestramente el demoníaco “seréis como Dios”
(Gn 3,5) que es la raíz de todo pecado.
Ese
delirio también puede asumir formas sociales y políticas, como han mostrado los
totalitarismos del siglo XX, y como muestran hoy las ideologías del pensamiento
único y de la tecnociencia, que pretenden hacer que Dios sea irrelevante y que
el hombre se reduzca a una masa para utilizar. Y actualmente también pueden
mostrarlo las estructuras de pecado vinculadas a un modelo falso de desarrollo,
basado en la idolatría del dinero, como consecuencia del cual las personas y
las sociedades más ricas se vuelven indiferentes al destino de los pobres, a
quienes cierran sus puertas, negándose incluso a mirarlos.
La
Cuaresma de este Año Jubilar, pues, es para todos un tiempo favorable para
salir por fin de nuestra alienación existencial gracias a la escucha de la
Palabra y a las obras de misericordia. Mediante las corporales tocamos la carne
de Cristo en los hermanos y hermanas que necesitan ser nutridos, vestidos,
alojados, visitados, mientras que las espirituales tocan más directamente
nuestra condición de pecadores: aconsejar, enseñar, perdonar, amonestar, rezar.
Por tanto, nunca hay que separar las obras corporales de las espirituales.
Precisamente tocando en el mísero la carne de Jesús crucificado el pecador
podrá recibir como don la conciencia de que él mismo es un pobre mendigo. A
través de este camino también los “soberbios”, los “poderosos” y los “ricos”,
de los que habla el Magnificat, tienen la posibilidad de darse cuenta de que
son inmerecidamente amados por Cristo crucificado, muerto y resucitado por
ellos.
Sólo
en este amor está la respuesta a la sed de felicidad y de amor infinitos que el
hombre —engañándose— cree poder colmar con los ídolos del saber, del poder y
del poseer. Sin embargo, siempre queda el peligro de que, a causa de un
cerrarse cada vez más herméticamente a Cristo, que en el pobre sigue llamando a
la puerta de su corazón, los soberbios, los ricos y los poderosos acaben por
condenarse a sí mismos a caer en el eterno abismo de soledad que es el
infierno. He aquí, pues, que resuenan de nuevo para ellos, al igual que para
todos nosotros, las lacerantes palabras de Abrahán: “Tienen a Moisés y los
Profetas; que los escuchen” (Lc 16,29). Esta escucha activa nos preparará del
mejor modo posible para celebrar la victoria definitiva sobre el pecado y sobre
la muerte del Esposo ya resucitado, que desea purificar a su Esposa prometida,
a la espera de su venida.
No
perdamos este tiempo de Cuaresma favorable para la conversión. Lo pedimos por
la intercesión materna de la Virgen María, que fue la primera que, frente a la
grandeza de la misericordia divina que recibió gratuitamente, confesó su propia
pequeñez (cf. Lc 1,48), reconociéndose como la humilde esclava del Señor (cf.
Lc 1,38).
Vaticano,
4 de octubre de 2015
Fiesta
de San Francisco de Assis
Francisco
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