Blog católico de Javier Olivares-baionés jubilado-Baiona
Domingo cuarto de
Adviento
La sonrisa de Dios es la
sonrisa de María
María, nos invita a
imitarla en un complaciente abandono
a la palabra de Dios,
que puede decirnos
desde su obediencia,
Autor: P. Alberto Ramírez
Mozqueda |
Fuente: Catholic.net
Domingo cuarto de
Adviento
Virgilio, el gran poeta
latino, pagano, que ha tenido una gran influencia en la literatura universal,
dice que el "niño comienza a conocer a su madre por la sonrisa”, anunciado
proféticamente que la sonrisa de Dios es la sonrisa de María después del pecado,
una vez que ella aceptó convertirse en la Madre de su Hijo Jesucristo,
proporcionándole su Cuerpo precioso, un cuerpo necesario para realizar en los
hombres y para los hombres la redención y la salvación de todo el genero
humano.
Y hoy nos encontramos, ya
en las inmediaciones de la Navidad, dejando atrás a Isaías y a San Juan
Bautista, con el personaje central del Adviento, a María la Madre de Jesús, que
nos dejará a las plantas del mismísimo Hijo de Dios encarnado.
Por eso, hoy queremos
asistir embelezados al encuentro de dos mujeres pobres, gente del pueblo, las
dos embarazadas, una de edad avanzada y la otra apenas una jovencita que
tuvieron un papel destacado en la historia de la Salvación de nuestros pueblos.
Se trata de Isabel, la
anciana, la que concibió en su seno prodigiosamente, ya en su ancianidad y
María, que apenas en su adolescencia ofreció su cuerpo para que Dios realizara
entre los hombres el prodigio inaudito de enviar para estar entre los hombres y
para siempre a su mismísimo Hijo.
El encuentro no podía ser
más agradable y simpático: "En aquellos días, María se encaminó presurosa
a un pueblo en las montañas de Judea, y entrando, saludó a Isabel”.
Fue ese viaje, el primer
recorrido eucarístico, la primera vez que Cristo aún en el seno de su Madre,
como el mejor tabernáculo, sagrario o manifestador pudo acercarse a los hombres
y llevarles la presencia, la fuerza y la alegría del Espíritu Santo que lo
había encarnado precisamente en el seno de aquella mujer singular.
Esa presencia y ese abrazo,
hicieron que Juan Bautista, santificado en ese momento con la presencia del
Espíritu Santo, saltara de gozo en el seno de su propia madre, que no escatimó
la alabanza y la ternura a la mujercita que venía a atenderla en su propio
parto:
"¡Bendita tú entre
las mujeres y bendito el fruto de tu vientre... Dichosa tú que has creído,
porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor!”.
Esas solas palabras, en
las inmediaciones de la Navidad, nos sugieren muchas preguntas que no podemos
dejar de contestar, porque ahí va implicada nuestra propia alegría, nuestra
felicidad y en última instancia, nuestra propia salvación: ¿En qué creyó María,
y qué le fue anunciado de parte del Señor?.
Podemos aventurar las
respuestas diciendo que María le creyó al Padre que con un profundo respeto,
una entrañable ternura, se acerca a la criatura, se abaja casi, para
"pedirle”, hay que subrayarlo, para pedirle que se dignara ser la madre
del Salvador. No se le impone la maternidad, no se la violenta, aunque se trate
del Señor de Cielos y Tierra, dueño de todo.
Eso es ya una primera
lección para los machistas, para los hombres que se creen superiores y con
derecho a tratar a la mujer como su esclava, como simple objeto de placer y
como una máquina de hacer hijos y criaturas muchas veces infelices.
María le creyó al Padre,
y desde entonces se convierte en mujer "eucarística” toda la vida,
dedicada en cuerpo y alma a su Hijo que con su Cuerpo logrará la santificación
para todos los hombres.
La actitud de María, nos
obliga entonces a imitarla en un complaciente abandono a la palabra de Dios,
que puede decirnos desde su obediencia, "Hagan lo que él les diga”, no
duden, pueden fiarse de la palabra de mi Hijo que pudo cambiar el agua en vino
y que puede hacer del pan sencillo de los hombres nada menos que su propio
Cuerpo y su propia Sangre, haciéndose para todos los hombres "pan de
vida”.
A María le fue anunciada
la presencia del Hijo de Dios que sería también hijo de María, a quien recibe
amorosamente, anunciando a todos los bautizados la necesidad de recibir así
como ella recibió la carne mortal, de Cristo, recibamos nosotros las especies
sacramentales, las especies de pan y de vino, el Cuerpo y la Sangre del Señor.
María acertó a decir a
Dios que aceptaba el compromiso de dedicarse totalmente a su Hijo con un
famosísimo "Fíat”, hágase, realícese, consúmese en mí todo lo que tu
palabra quiera, para enseñarnos a decir reverente y alegremente el "Amén”
cada que recibimos presente con todo su ser humano-divino a Cristo en las
especies de pan y de vino.
Ese fíat de María hizo
que pronto pudiera recibir en sus brazos y arropar con todo cariño a Jesús, el
Salvador de los hombres:
"Y la mirada
embelezada de María al contemplar el rostro de Cristo recién nacido y al
estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo de amor en el que
ha de inspirarse cada comunión eucarística?” (Juan Pablo II).
Ese fíat de María le
bastó y la fortaleció internamente, para prepararse a acompañar a su Hijo en
todo momento, sin reparar en subir hasta cerca de él en alto de la cruz,
correspondiendo a lo que el profeta le había anunciado:
"Y a ti una espada
traspasará tu propia alma."
Pero si María tuvo que
pasar por el Calvario y la cruz para acompañar a su Hijo, tuvo también la dicha
de estar entre los apóstoles de su Hijo, acompañándoles en la oración y
sosteniendo su esperanza en la resurrección de su hijo.
El Papa San Juan Pablo
II, de quien estoy tomando todas estas ideas, de su encíclica sobre la
Eucaristía, la cual recomiendo encarecidamente que lean todos mis cristianos
catoliquísimos, nos hace asistir al momento sublime cuando María pudo escuchar
en labios de los apóstoles "éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros.
Aquel Cuerpo entregado
como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo
concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía significar para María como si
acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo
y revivir lo que había experimentado en primera persona al pie de la cruz”.
Todo esto ha sido
necesario para que nosotros podamos pasar una Navidad muy especial, acompañados
de María, preparando no una cena ni unos vinos ni unos regalos, ni siquiera unos
abrazos, a menos que se parezcan al abrazo de María a su prima Isabel, sino a
preparar nuestros corazones para abrazarnos a Cristo hecho Carne y Sangre en el
Sacramento Eucarístico, y recibirlo reverentemente como lo hizo María en la
cuna de Belén. Será así la mejor de las Navidades.
Sonriendo con María,
recibamos al Hijo de Dios hecho carne.
A Ti que eres el Amo y
Señor de todos los hombres,
Gracias por el don
inapreciable de tu Hijo amado
Hijo del Altísimo y
también el hijo de la siempre Virgen María
Te alabamos por tu amor y
tu bondad por haber mandado al Hijo nacido para salvar al esclavo.
Gracias porque nos has
hecho vivir en Parroquia, el nuevo Belén,
Gracias porque cada día
nos lo das en el Sacramento Eucarístico,
fruto de tu amor y de la
entrega hasta el sacrificio de tu Hijo Jesucristo.
Gracias por mandarlo tan
parecido a nosotros que siendo hermano puede salvarnos a todos y
hacernos pasar por el camino de la cruz y la pasión para llegar también
nosotros al momento glorioso de la resurrección.
Gracias por tu Hijo
Nacido entre pajas y espinos, entre pañales y lágrimas, entre sollozos y sonrisas
amorosas de la Madre y Maestra de todos los hombres. Recibe nuestra gratitud y
nuestra alabanza.
Permite que nos amemos de
tal manera que podamos ser una sola familia en camino hacia ti, nuestro Dios y
nuestro Padre.
¡Felicitémonos y cantemos
agradecidos al Recién nacido Rey inmortal de todos los
siglos de los siglos. Amén.
P. Alberto Ramírez Mozqueda
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