Blog católico de Javier Olivares-baionés jubilado-Baiona
Educar
en el pudor (1): los años de la niñez
El sentido del pudor se despierta
en el hombre a medida que va descubriendo su propia intimidad. El respeto que
tiene que tener cada persona por si misma se aprende, principalmente, en la
familia. Algunas sugerencias en este editorial.
FAMILIA
23 de Junio de 2013
Opus
Dei - Educar en el pudor (1): los años de la niñez
¿Qué
es el pudor?
A primera vista, un sentimiento de vergüenza que
lleva a no manifestar a los demás algo de nuestra intimidad. Para muchos, se
trata simplemente de una defensa más o menos espontánea contra la indecencia, y
no faltan quienes lo confunden con la mojigatería.
Sin embargo, esta concepción
resulta limitada. Es fácil apreciar esto cuando consideramos que, donde no hay
personalidad ni intimidad, el pudor resulta superfluo. Los animales carecen de
él.
Además, no se extiende solo a las
cosas malas o indecentes; hay también un pudor de las cosas buenas, una
vergüenza natural a manifestar, por ejemplo, los dones que se han recibido.
El
pudor, considerado como sentimiento, posee un valor inestimable,
porque supone darse cuenta de que se posee una intimidad y no una mera
existencia pública; pero, además, hay una auténtica virtud del pudor que hunde
sus raíces en ese sentimiento, y que permite al hombre elegir cuándo y cómo
manifestar el proprio ser a las personas que pueden acogerlo y comprenderlo como
merece.
El
valor de la propia intimidad
El pudor posee un profundo valor
antropológico: defiende la intimidad del hombre o de la mujer –su parte más
valiosa– para poder revelarla en la medida adecuada, en el momento conveniente,
del modo correcto, en el contexto propicio.
De lo contrario, la persona queda
expuesta a maltratamientos o, por lo menos, a no ser tomada con la
consideración debida. Incluso por parte de uno mismo, el pudor es necesario
para alcanzar y conservar la propia autoestima, aspecto esencial del amor al
propio yo.
Se puede decir que «con el pudor
el ser humano manifiesta casi “instintivamente” la necesidad de la afirmación y
de la aceptación de este “yo” según su justo valor»[1]. La falta de pudor
manifiesta que la propia intimidad se considera poco original o relevante, de
modo que nada de lo que contiene merece ser reservado para unas personas y no
para otras.
La
belleza del pudor
El término “pudor” –tanto si lo
entendemos como sentimiento o como virtud– puede utilizarse en diversos
ámbitos. En su sentido más estricto se refiere a la salvaguardia del cuerpo; en
un sentido más amplio, abarca otros aspectos de la intimidad –por ejemplo, el
del manifestar las propias emociones–; en uno y otro caso, el pudor custodia,
en último término, el misterio de la persona y de su amor[2].
Como principio general, puede
decirse que el pudor se dirige a que los demás reconozcan en nosotros lo que
tenemos de más personal. En lo que se refiere al cuerpo, esto supone reclamar
la atención sobre aquello que puede comunicar lo exclusivo y propio de cada
persona (el rostro, las manos, la mirada, los gestos…). En esta línea, el
vestido está al servicio de esa capacidad de comunicación, y debe expresar la
imagen que se tiene de uno mismo y el respeto que se ofrece a los demás. La
elegancia y el buen gusto, la limpieza y el arreglo personal aparecen así como
las primeras manifestaciones de pudor, que pide (y ofrece) respeto a los que
nos rodean. Por la misma razón, la poca virtud en este campo lleva con facilidad
a la zafiedad y al descuido en el aseo. En diferentes ocasiones, el prelado del
Opus Dei ha exhortado a «vivir y defender el pudor, contribuyendo a crear y
difundir una moda que respete la dignidad, protestando ante imposiciones que no
respeten los valores de una auténtica belleza»[3].
Algo semejante sucede con el
aspecto más espiritual: esta virtud pone orden en nuestro interior, en
conformidad con la dignidad de las personas y con los lazos que existen entre
ellas[4]. Tener consideración por la intimidad, propia y ajena, permite darse a
conocer en la justa medida en los diversos contextos de donación o de respeto
en que nos movemos. De este modo, se humanizan las relaciones personales porque
cada una adquiere unos matices distintos; esto no solo hace más atractiva la
propia personalidad, sino que, a medida que se van compartiendo esferas de
intimidad, permite el gozo de la verdadera amistad.
En la educación en el pudor, por
tanto, es imprescindible advertir el sentido eminentemente positivo de esta virtud.
«El pudor, elemento fundamental de la personalidad, se puede considerar –en el
plano educativo– como la conciencia vigilante en defensa de la dignidad del
hombre y del amor auténtico»[5]. Cuando se explica el sentido profundo del
pudor –salvaguardar la propia intimidad, para poderla ofrecer a quien de verdad
pueda apreciarla–, es más fácil aceptar e interiorizar sus consecuencias
prácticas. La meta, entonces, no se pone tanto en que los jóvenes vivan unos
determinados criterios de conducta en este terreno, sino en que lo aprecien y
asuman como algo que está en la raíz de la estructura del ser personal.
Ejemplo
de los padres y ambiente familiar
Como sabemos bien, el buen
ejemplo es siempre un elemento esencial en la labor educativa. Si los padres –y
otras personas mayores que pueden vivir en el hogar, como los abuelos– saben
tratarse con modestia, los hijos comprenden que esas manifestaciones de delicadeza
y pudor expresan la dignidad de los diversos componentes de la familia. Por
ejemplo, los padres pueden y deben mostrar el cariño que se tienen frente a los
hijos, pero sabiendo reservar ciertas efusiones para los momentos de intimidad.
En este sentido, san Josemaría recordaba el ambiente del hogar que habían
creado sus padres: Y tampoco se hacían simplezas: algún beso. Tened pudor
delante de los hijos[6]. No se trata de envolver el amor en una máscara de
frialdad, sino de mostrar a los hijos la necesidad de la elegancia en el trato,
que es ajena a la afectación.
No acaban aquí, sin embargo, las
manifestaciones de un sano pudor. La confianza que se da en una familia es
compatible con saber estar en casa de un modo coherente con la propia dignidad.
Una relajación en las posturas o en el vestir, como usar mucho la bata o
cambiarse de ropa delante de los hijos, acaba rebajando el tono humano de un
hogar e invita a la dejadez. Especial atención debe tenerse en las temporadas
calurosas, pues el clima, las telas más ligeras, y quizás el hecho de estar de
vacaciones, abren la puerta al descuido. Ciertamente, cada momento y lugar
requiere vestir de un modo adecuado, pero siempre se puede mantener el decoro.
Puede que este modo de proceder, a veces, contraste con el clima general, pero
por eso es menester que sea tal vuestra formación, que llevéis, con
naturalidad, vuestro propio ambiente, para dar “vuestro tono” a la sociedad con
la que conviváis[7].
Si el pudor se relaciona, sobre
todo, con la manifestación de la intimidad, es lógico que su educación deba
abarcar el campo de los pensamientos, sentimientos o intenciones. Por eso, el
ejemplo en el hogar se debe extender al modo en que se trata la intimidad
propia y la de los demás. Por ejemplo, es poco educativo que las conversaciones
familiares traten de confidencias ajenas, o alimenten cotilleos. Junto a las
posibles faltas de justicia que puede suponer comportarse así, este tipo de
comentarios lleva a que los hijos se consideren con derecho a entrometerse en
la intimidad de otros.
De modo análogo, también resulta
importante velar por lo que entra en casa a través de los medios de
comunicación. En el tema que nos ocupa, el obstáculo principal no es solo lo
indecente: esto, como es claro, debe evitarse siempre. Más oscuro resulta el
modo en que algunos programas televisivos o revistas hacen comercio y
espectáculo de la vida de las personas. En ocasiones, de un modo invasivo, que
atenta contra la ética de la profesión periodística; otras veces, son los
mismos protagonistas quienes obran inmoralmente y se dedican a satisfacer
curiosidades frívolas o incluso morbosas. Unos padres cristianos han de poner
los medios para que este “mercadeo de la intimidad” no entre en el hogar. Y
explicar los motivos de ese proceder: el respeto y el derecho a la legítima
decisión de ser uno mismo, a no exhibirse, a conservar en justa y pudorosa
reserva sus alegrías, sus penas y dolores de familia[8]. La excusa que suele
ponerse a ese tipo de programas, el derecho a la información o el
consentimiento de quienes en ellos participan, tiene sus límites: los que
derivan de la dignidad de la persona. Nunca es moral dañarla injustamente,
aunque sea el propio interesado quien lo haga.
Desde
pequeños
El sentido del pudor despierta en
el hombre a medida que va descubriendo su propia intimidad. Los niños pequeños,
por el contrario, con frecuencia se dejan dominar por la sensación del momento;
por ello, en un ambiente de confianza o de juego, no es difícil que descuiden
el pudor, quizá incluso sin una particular advertencia. Por eso, durante la
primera infancia, la labor educativa ha de centrarse en consolidar hábitos que
más adelante facilitarán el desarrollo de esta virtud. Conviene, por ejemplo,
que aprendan enseguida a lavarse y a vestirse por sí mismos. Y, antes de haber
conseguido este objetivo, se ha de procurar que en esos momentos el niño no
esté a la vista de sus hermanos. También, en cuanto sea posible, han de
ejercitarse en cerrar la puerta de su habitación si se cambian de ropa, y a poner
el pestillo cuando van al cuarto de aseo.
Son cosas de sentido común, que
quizá hemos olvidado en una sociedad de costumbres un tanto naturalistas, y que
tienen como fin ir formando en el pequeño hábitos racionalmente asumidos, que
el día de mañana facilitarán las auténticas virtudes. Por eso, si en alguna
ocasión el pequeño se presenta o corretea por la casa olvidándose del pudor, no
hay que dramatizar, pero tampoco reír la gracia –eso se deja para cuando esté
ausente–. Conviene, en cambio, corregir con cariño, y aclarar que no se ha
comportado bien. En cuestiones de educación, todo tiene importancia, aunque
haya cosas que en sí mismas parezcan intrascendentes o que a esas edades no
significan nada.
A la vez, los niños deben ir
aprendiendo a respetar la intimidad de los demás; nacen egocéntricos, y solo
poco a poco van “descubriendo” que los demás no viven para ellos, y merecen ser
tratados como a ellos les gustaría. Este avance gradual se puede concretar en
múltiples detalles: enseñarles a llamar a la puerta –y, lógicamente, a esperar
la respuesta– antes de entrar en una habitación; o explicarles que deben salir
de una habitación cuando se les invita a hacerlo, porque los mayores quieren
hablar a solas. También habrá que contener su afán de explorar –propio de estas
edades tempranas– armarios y otras cosas personales de los habitantes del
hogar. Así se van acostumbrando a valorar la esfera privada de los demás y, a
la vez, a descubrir la propia. Y se sientan las bases para que, cuando crezcan,
sean capaces no solo de respetar a las personas por lo que son –hijos de Dios–,
sino también de poseer ellos mismo ese buen pudor que reserva las cosas
profundas del alma a la intimidad entre el hombre y su Padre Dios, entre el
niño que ha de intentar ser todo cristiano y la Madre que lo aprieta siempre en
sus brazos[9].
J. De la Vega (2012)
[1] Cfr. Beato Juan Pablo II, Audiencia General,
19-XII-1979.
[2] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2522.
[3] Mons. Javier Echevarría, Encuentro público de catequesis
en Las Palmas de Gran Canaria, 7-II-2004.
[4] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2521.
[5] Congregación para la Educación Católica, Orientaciones
educativas sobre el amor humano, n. 90.
[6] Predicación oral de san Josemaría, recogida por Salvador
Bernal en “Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer”, ed. Rialp, Madrid, p. 19.
[7] Camino, n. 376.
[8] Es Cristo que pasa, n. 69.
[9] San Josemaría, Artículo La Virgen del Pilar en “El libro
de Aragón”, CAMP, Zaragoza 1976. Publicado también en www.sanjosemaria.info.
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