Después
de Dios y de la sagrada humanidad de Jesucristo nada hay en el cielo ni en
la tierra tan grande y tan digno de veneración y de amor como la Santísima
Virgen.
Toda la grandeza y perfecciones le vienen a María por ser la Madre de Dios.
Dice San Anselmo: “Lo que pueden todos los santos y ángeles juntos, tú lo
puedes sola, María, y sin ellos”. Y san Luis María Grignion de Montfort
escribe: “Dios Padre reunió en un solo lugar las aguas y las llamó mar,
reunió en otro todas las gracias, y la llamó María”.
¡Qué importancia tendría María que el Concilio Vaticano II le dedicó un
magnifico capítulo en la misma constitución sobre la Iglesia, para poner de
manifiesto que María es madre de la Iglesia, de esa Iglesia fundada por su
Hijo y la depositaria de las riquezas de la liturgia!
Pablo VI en su exhortación Marialis Cultus (el Culto a María) del 2 de
febrero de 1974, profundiza las relaciones entre María y la liturgia. María
es ejemplo de la actitud y disposición interior con que la Iglesia celebra
y vive los divinos misterios. Por eso Pablo VI presenta a María como:
Virgen
oyente: que acoge con fe la palabra de Dios, la proclama, la
venera, la distribuye a los fieles y escudriña a su luz los signos de los
tiempos.
Virgen
orante: en la visita a Isabel, en Caná y en el Cenáculo, cuando
estaba con los apóstoles antes de Pentecostés. En su oración alaba
incesantemente al Señor y presenta al Padre las necesidades de sus hijos.
Virgen-Madre: aquella
que por su fe y obediencia engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre,
sin intervención de hombre, sino cubierta por la sombra del Espíritu Santo.
Virgen
oferente: en la presentación en el templo y en la cruz. Ofrece
a su Hijo como la víctima santa, agradable a Dios, para la reconciliación
de todos nosotros.
El culto que María recibe en la Iglesia es un culto de especial veneración.
No es de adoración, que sólo a Dios pertenece; pero el culto a María es
superior al de todos los Santos. Y comprende tres actitudes:
Invocación y reverencia: invocamos
y reverenciamos a la Virgen a causa de su dignidad de Madre de Dios y de su
eximia santidad, concedida por Dios a su alma, y correspondida por Ella con
su voluntad libre, consciente y amorosa.
Confianza: basada en el poder y a
la vez misericordiosa mediación ante el Hijo. Ella es la Omnipotencia
suplicante, dirá san Bernardo, y la administradora de las gracias de
salvación de su Hijo Jesucristo. Por eso, le pedimos con confianza a Ella,
para que interceda por nosotros ante su Hijo Jesucristo, el único que nos
concederá lo que le pedimos y que en verdad necesitamos.
Amor
fiel e imitación de sus virtudes: Ella merece nuestro amor como
madre espiritual nuestra y al estar adornada de todas las virtudes, merece
nuestra imitación. Debemos imitarla, sobre todo, en la vivencia de las
virtudes teologales: fe, esperanza y caridad; también en la disponibilidad
al plan de Dios, en la capacidad de contemplación y de abnegación; en esa
humildad y sencillez, en su pureza de cuerpo y alma.
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario