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Francisco \ Encuentros y Eventos
“Sueño una Europa
que promueva y
proteja los derechos de cada uno”,
el Papa al recibir el
Premio Carlomagno
El Papa en la ceremonia de entrega del Premio Carlo Magno 2016,
un reconocimiento asignado a personalidades que se han distinguido por sus
actividades en favor de la paz y la integración europea. - RV
06/05/2016 10:39SHARE:
(RV).- El Papa Francisco recibió el Premio Carlomagno en el
Vaticano. La ceremonia de premiación se llevó a cabo este viernes en la Sala
Regia del Palacio Apostólico.
El Papa recibió el galardón de manos de la canciller alemana,
Angela Merkel y de los presidentes de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker;
del Parlamento europeo, Martin Schulz, y del Consejo de la Unión Europea,
Donald Tusk.
El Premio Carlomagno es otorgado desde 1950 por la ciudad
alemana de Aquisgrán, cuyo alcalde Marcel Philipp estuvo presente junto a
numerosas personalidades, entre ellas, su Majestad el Rey de España, Felipe VI.
El Papa Francisco ha sido el segundo Pontífice en recibir este
premio, tras san Juan Pablo II en 2004.
Al finalizar la celebración, el Obispo de Roma pronunció un
denso discurso sobre Europa en el que animó a los presentes a aprovechar esta
ocasión para desear juntos “un impulso nuevo y audaz para este amado
Continente”.
“Sueño una Europa joven, capaz de ser todavía madre: una madre
que tenga vida, porque respeta la vida y ofrece esperanza de vida”, dijo el
Papa.
“Sueño una Europa que se hace cargo del niño, que como un
hermano socorre al pobre y a los que vienen en busca de acogida, porque ya no
tienen nada y piden refugio”, remarcó el Pontífice.
“Sueño una Europa, donde ser emigrante no sea un delito, sino
una invitación a un mayor compromiso con la dignidad de todo ser humano”, pidió
Francisco.
“Sueño una Europa que promueva y proteja los derechos de cada
uno, sin olvidar los deberes para con todos -y concluyó- sueño una Europa de la
cual no se pueda decir que su compromiso por los derechos humanos ha sido su
última utopía”.
(Mercedes De La Torre - Radio Vaticano).
Texto y audio completo del discurso del Papa Francisco
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Ilustres señoras y señores:
Les doy mi cordial bienvenida y gracias por su presencia.
Agradezco especialmente sus amables palabras a los señores Marcel Philipp,
Jürgen Linden, Martin Schulz, Jean-Claude Juncker y Donald Tusk. Deseo reiterar
mi intención de ofrecer a Europa el prestigioso premio con el cual he sido
honrado: no hagamos un mero un gesto celebrativo, sino que aprovechemos más
bien esta ocasión para desear todos juntos un impulso nuevo y audaz para este
amado Continente.
La creatividad, el ingenio, la capacidad de levantarse y salir
de los propios límites pertenecen al alma de Europa. En el siglo pasado, ella
ha dado testimonio a la humanidad de que un nuevo comienzo era posible; después
de años de trágicos enfrentamientos, que culminaron en la guerra más terrible
que se recuerda, surgió, con la gracia de Dios, una novedad sin precedentes en
la historia. Las cenizas de los escombros no pudieron extinguir la esperanza y
la búsqueda del otro, que ardían en el corazón de los padres fundadores del
proyecto europeo. Ellos pusieron los cimientos de un baluarte de la paz, de un
edificio construido por Estados que no se unieron por imposición, sino por la
libre elección del bien común, renunciando para siempre a enfrentarse. Europa,
después de muchas divisiones, se encontró finalmente a sí misma y comenzó a
construir su casa.
Esta «familia de pueblos»,
que entretanto se ha hecho de modo meritorio más amplia, en los últimos
tiempos parece sentir menos suyos los muros de la casa común, tal vez
levantados apartándose del clarividente proyecto diseñado por los padres.
Aquella atmósfera de novedad, aquel ardiente deseo de construir la unidad,
parecen estar cada vez más apagados; nosotros, los hijos de aquel sueño estamos
tentados de caer en nuestros egoísmos, mirando lo que nos es útil y pensando en
construir recintos particulares. Sin embargo, estoy convencido de que la
resignación y el cansancio no pertenecen al alma de Europa y que también «las
dificultades puedan convertirse en fuertes promotoras de unidad» .
En el Parlamento Europeo me permití hablar de la Europa anciana.
Decía a los eurodiputados que en diferentes partes crecía la impresión general
de una Europa cansada y envejecida, no fértil ni vital, donde los grandes
ideales que inspiraron a Europa parecen haber perdido fuerza de atracción. Una
Europa decaída que parece haber perdido su capacidad generativa y creativa. Una
Europa tentada de querer asegurar y dominar espacios más que de generar
procesos de inclusión y de transformación; una Europa que se va «atrincherando»
en lugar de privilegiar las acciones que promueven nuevos dinamismos en la
sociedad; dinamismos capaces de involucrar y poner en marcha todos los actores
sociales (grupos y personas) en la búsqueda de nuevas soluciones a los
problemas actuales, que fructifiquen en importantes acontecimientos históricos;
una Europa que, lejos de proteger espacios, se convierta en madre generadora de
procesos (cf. Evangelii gaudium, 223).
¿Qué te ha sucedido Europa humanista, defensora de los derechos
humanos, de la democracia y de la libertad? ¿Qué te ha pasado Europa, tierra de
poetas, filósofos, artistas, músicos, escritores? ¿Qué te ha ocurrido Europa,
madre de pueblos y naciones, madre de grandes hombres y mujeres que fueron
capaces de defender y dar la vida por la dignidad de sus hermanos?
El escritor Elie Wiesel, superviviente de los campos de
exterminio nazis, decía que hoy en día es imprescindible realizar una
«transfusión de memoria». Es necesario «hacer memoria», tomar un poco de
distancia del presente para escuchar la voz de nuestros antepasados. La memoria
no sólo nos permitirá que no se cometan los mismos errores del pasado (cf.
Evangelii gaudium, 108), sino que nos dará acceso a aquellos logros que
ayudaron a nuestros pueblos a superar positivamente las encrucijadas históricas
que fueron encontrando. La transfusión de memoria nos libera de esa tendencia
actual, con frecuencia más atractiva, a obtener rápidamente resultados
inmediatos sobre arenas movedizas, que podrían producir «un rédito político
fácil, rápido y efímero, pero que no construyen la plenitud humana» (ibíd.
224).
A este propósito, nos hará bien evocar a los padres fundadores
de Europa. Ellos supieron buscar vías alternativas e innovadoras en un contexto
marcado por las heridas de la guerra. Ellos tuvieron la audacia no sólo de
soñar la idea de Europa, sino que osaron transformar radicalmente los modelos
que únicamente provocaban violencia y destrucción. Se atrevieron a buscar
soluciones multilaterales a los problemas que poco a poco se iban convirtiendo
en comunes.
Robert Schuman, en el acto que muchos reconocen como el
nacimiento de la primera comunidad europea, dijo: «Europa no se hará de una
vez, ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que
creen en primer lugar una solidaridad de hecho». Precisamente ahora, en este nuestro mundo
atormentado y herido, es necesario volver a aquella solidaridad de hecho, a la
misma generosidad concreta que siguió al segundo conflicto mundial, porque
—proseguía Schuman— «la paz mundial no puede salvaguardarse sin unos esfuerzos
creadores equiparables a los peligros que la amenazan». Los proyectos de los padres fundadores,
mensajeros de la paz y profetas del futuro, no han sido superados: inspiran,
hoy más que nunca, a construir puentes y derribar muros. Parecen expresar una
ferviente invitación a no contentarse con retoques cosméticos o compromisos
tortuosos para corregir algún que otro tratado, sino a sentar con valor bases
nuevas, fuertemente arraigadas. Como afirmaba Alcide De Gasperi, «todos animados
igualmente por la preocupación del bien común de nuestras patrias europeas, de
nuestra patria Europa», se comience de nuevo, sin miedo un «trabajo
constructivo que exige todos nuestros esfuerzos de paciente y amplia
cooperación».
Esta transfusión de memoria nos permite inspirarnos en el pasado
para afrontar con valentía el complejo cuadro multipolar de nuestros días,
aceptando con determinación el reto de «actualizar» la idea de Europa. Una
Europa capaz de dar a luz un nuevo humanismo basado en tres capacidades: la
capacidad de integrar, capacidad de comunicación y la capacidad de generar.
Capacidad de integrar
Erich Przywara, en su magnífica obra La idea de Europa, nos reta
a considerar la ciudad como un lugar de convivencia entre varias instancias y
niveles. Él conocía la tendencia reduccionista que mora en cada intento de
pensar y soñar el tejido social. La belleza arraigada en muchas de nuestras
ciudades se debe a que han conseguido mantener en el tiempo las diferencias de
épocas, naciones, estilos y visiones. Basta con mirar el inestimable patrimonio
cultural de Roma para confirmar, una vez más, que la riqueza y el valor de un
pueblo tiene precisamente sus raíces en el saber articular todos estos niveles
en una sana convivencia. Los reduccionismos y todos los intentos de uniformar,
lejos de generar valor, condenan a nuestra gente a una pobreza cruel: la de la
exclusión. Y, más que aportar grandeza, riqueza y belleza, la exclusión provoca
bajeza, pobreza y fealdad. Más que dar nobleza de espíritu, les aporta
mezquindad.
Las raíces de nuestros pueblos, las raíces de Europa se fueron
consolidando en el transcurso de su historia, aprendiendo a integrar en
síntesis siempre nuevas las culturas más diversas y sin relación aparente entre
ellas. La identidad europea es, y siempre ha sido, una identidad dinámica y
multicultural.
La actividad política es consciente de tener entre las manos
este trabajo fundamental y que no puede ser pospuesto. Sabemos que «el todo es
más que la parte, y también es más que la mera suma de ellas», por lo que se
tendrá siempre que trabajar para «ampliar la mirada para reconocer un bien
mayor que nos beneficiará a todos» (Evangelii gaudium, 235). Estamos invitados
a promover una integración que encuentra en la solidaridad el modo de hacer las
cosas, el modo de construir la historia. Una solidaridad que nunca puede ser
confundida con la limosna, sino como generación de oportunidades para que todos
los habitantes de nuestras ciudades —y de muchas otras ciudades— puedan
desarrollar su vida con dignidad. El tiempo nos enseña que no basta solamente
la integración geográfica de las personas, sino que el reto es una fuerte
integración cultural.
De esta manera, la comunidad de los pueblos europeos podrá
vencer la tentación de replegarse sobre paradigmas unilaterales y de
aventurarse en «colonizaciones ideológicas»; más bien redescubrirá la amplitud
del alma europea, nacida del encuentro de civilizaciones y pueblos, más vasta
que los actuales confines de la Unión y llamada a convertirse en modelo de nuevas
síntesis y de diálogo. En efecto, el rostro de Europa no se distingue por
oponerse a los demás, sino por llevar impresas las características de diversas
culturas y la belleza de vencer todo encerramiento. Sin esta capacidad de
integración, las palabras pronunciadas por Konrad Adenauer en el pasado
resonarán hoy como una profecía del futuro: «El futuro de Occidente no está
amenazado tanto por la tensión política, como por el peligro de la
masificación, de la uniformidad de pensamiento y del sentimiento; en breve, por
todo el sistema de vida, de la fuga de la responsabilidad, con la única
preocupación por el propio yo».
Capacidad de diálogo
Si hay una palabra que tenemos que repetir hasta cansarnos es
esta: diálogo. Estamos invitados a promover una cultura del diálogo, tratando
por todos los medios de crear instancias para que esto sea posible y nos
permita reconstruir el tejido social. La cultura del diálogo implica un
auténtico aprendizaje, una ascesis que nos permita reconocer al otro como un
interlocutor válido; que nos permita mirar al extranjero, al emigrante, al que
pertenece a otra cultura como sujeto digno de ser escuchado, considerado y
apreciado. Para nosotros, hoy es urgente involucrar a todos los actores
sociales en la promoción de «una cultura que privilegie el diálogo como forma
de encuentro, la búsqueda de consensos y acuerdos, pero sin separarla de la
preocupación por una sociedad justa, memoriosa y sin exclusiones» (Evangelii
gaudium, 239). La paz será duradera en la medida en que armemos a nuestros
hijos con las armas del diálogo, les enseñemos la buena batalla del encuentro y
la negociación. De esta manera podremos dejarles en herencia una cultura que
sepa delinear estrategias no de muerte, sino de vida, no de exclusión, sino de
integración.
Esta cultura de diálogo, que debería ser incluida en todos los
programas escolares como un eje transversal de las disciplinas, ayudará a
inculcar a las nuevas generaciones un modo diferente de resolver los conflictos
al que les estamos acostumbrando. Hoy urge crear «coaliciones», no sólo
militares o económicas, sino culturales, educativas, filosóficas, religiosas.
Coaliciones que pongan de relieve cómo, detrás de muchos conflictos, está en
juego con frecuencia el poder de grupos económicos. Coaliciones capaces de
defender las personas de ser utilizadas para fines impropios. Armemos a nuestra
gente con la cultura del diálogo y del encuentro.
Capacidad de generar
El diálogo, y todo lo que este implica, nos recuerda que nadie
puede limitarse a ser un espectador ni un mero observador. Todos, desde el más
pequeño al más grande, tienen un papel activo en la construcción de una
sociedad integrada y reconciliada. Esta cultura es posible si todos
participamos en su elaboración y construcción. La situación actual no permite
meros observadores de las luchas ajenas. Al contrario, es un firme llamamiento
a la responsabilidad personal y social.
En este sentido, nuestros jóvenes desempeñan un papel
preponderante. Ellos no son el futuro de nuestros pueblos, son el presente; son
los que ya hoy con sus sueños, con sus vidas, están forjando el espíritu
europeo. No podemos pensar en el mañana sin ofrecerles una participación real
como autores de cambio y de transformación. No podemos imaginar Europa sin
hacerlos partícipes y protagonistas de este sueño.
He reflexionado últimamente sobre este aspecto, y me he
preguntado: ¿Cómo podemos hacer partícipes a nuestros jóvenes de esta
construcción cuando les privamos del trabajo; de empleo digno que les permita
desarrollarse a través de sus manos, su inteligencia y sus energías? ¿Cómo
pretendemos reconocerles el valor de protagonistas, cuando los índices de
desempleo y subempleo de millones de jóvenes europeos van en aumento? ¿Cómo
evitar la pérdida de nuestros jóvenes, que terminan por irse a otra parte en
busca de ideales y sentido de pertenencia porque aquí, en su tierra, no sabemos
ofrecerles oportunidades y valores?
«La distribución justa de los frutos de la tierra y el trabajo
humano no es mera filantropía. Es un deber moral». Si queremos entender nuestra sociedad de un
modo diferente, necesitamos crear puestos de trabajo digno y bien remunerado,
especialmente para nuestros jóvenes.
Esto requiere la búsqueda de nuevos modelos económicos más
inclusivos y equitativos, orientados no para unos pocos, sino para el beneficio
de la gente y de la sociedad. Pienso, por ejemplo, en la economía social de
mercado, alentada también por mis predecesores (cf. Juan Pablo II, Discurso al
Embajador de la R. F. de Alemania, 8 noviembre 1990). Pasar de una economía que
apunta al rédito y al beneficio, basados en la especulación y el préstamo con
interés, a una economía social que invierta en las personas creando puestos de
trabajo y cualificación.
Tenemos que pasar de una economía líquida, que tiende a favorecer
la corrupción como medio para obtener beneficios, a una economía social que
garantice el acceso a la tierra y al techo por medio del trabajo como ámbito
donde las personas y las comunidades puedan poner en juego «muchas dimensiones
de la vida: la creatividad, la proyección del futuro, el desarrollo de
capacidades, el ejercicio de los valores, la comunicación con los demás, una
actitud de adoración. Por eso, en la actual realidad social mundial, más allá
de los intereses limitados de las empresas y de una cuestionable racionalidad
económica, es necesario que “se siga buscando como prioridad el objetivo del
acceso al trabajo […] para todos” » (Laudato si’,127).
Si queremos mirar hacia un futuro que sea digno, si queremos un
futuro de paz para nuestras sociedades, solamente podremos lograrlo apostando
por la inclusión real: «esa que da el trabajo digno, libre, creativo,
participativo y solidario». Este cambio
(de una economía líquida a una economía social) no sólo dará nuevas
perspectivas y oportunidades concretas de integración e inclusión, sino que nos
abrirá nuevamente la capacidad de soñar aquel humanismo, del que Europa ha sido
la cuna y la fuente.
La Iglesia puede y debe ayudar al renacer de una Europa cansada,
pero todavía rica de energías y de potencialidades. Su tarea coincide con su
misión: el anuncio del Evangelio, que hoy más que nunca se traduce
principalmente en salir al encuentro de las heridas del hombre, llevando la
presencia fuerte y sencilla de Jesús, su misericordia que consuela y anima.
Dios desea habitar entre los hombres, pero puede hacerlo solamente a través de
hombres y mujeres que, al igual que los grandes evangelizadores del continente,
estén tocados por él y vivan el Evangelio sin buscar otras cosas. Sólo una
Iglesia rica en testigos podrá llevar de nuevo el agua pura del Evangelio a las
raíces de Europa. En esto, el camino de los cristianos hacia la unidad plena es
un gran signo de los tiempos, y también la exigencia urgente de responder al
Señor «para que todos sean uno» (Jn 17,21).
Con la mente y el corazón, con esperanza y sin vana nostalgia,
como un hijo que encuentra en la madre Europa sus raíces de vida y fe,
sueño un
nuevo humanismo europeo, «un proceso constante de humanización», para el que
hace falta «memoria, valor y una sana y humana utopía».
Sueño una Europa joven, capaz de ser todavía
madre: una madre que tenga vida, porque respeta la vida y ofrece esperanza de
vida.
Sueño una Europa que se hace cargo del niño, que como un hermano socorre
al pobre y a los que vienen en busca de acogida, porque ya no tienen nada y
piden refugio.
Sueño una Europa que escucha y valora a los enfermos y a los
ancianos, para que no sean reducidos a objetos improductivos de descarte.
Sueño
una Europa, donde ser emigrante no sea un delito, sino una invitación a un
mayor compromiso con la dignidad de todo ser humano.
Sueño una Europa donde los
jóvenes respiren el aire limpio de la honestidad, amen la belleza de la cultura
y de una vida sencilla, no contaminada por las infinitas necesidades del
consumismo; donde casarse y tener hijos sea una responsabilidad y una gran
alegría, y no un problema debido a la falta de un trabajo suficientemente
estable.
Sueño una Europa de las familias, con políticas realmente eficaces,
centradas en los rostros más que en los números, en el nacimiento de hijos más
que en el aumento de los bienes.
Sueño una Europa que promueva y proteja los
derechos de cada uno, sin olvidar los deberes para con todos. Sueño una Europa
de la cual no se pueda decir que su compromiso por los derechos humanos ha sido
su última utopía. Gracias.
P.D.
Vale la pena leer este discurso del Papa.
Franja
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