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sábado, 19 de abril de 2014

Sábado Santo. Tiempo de espera con María nuestra Madre

Blog católico de Javier Olivares-baionés jubilado-Baiona

SEPULTURA DE JESUCRISTO
Sepultura de Jesus.
A poco de morir, Jesús se presentó a Pilato un hombre rico de Amaritea, llamado José, para pedirle el cuerpo del Señor; y habiéndolo obtenido, lo bajó de la cruz, lo envolvió en una sábana, y como estaba para empezar el descanso del sábado, lo depositó allí cerca en un sepulcro nuevo que había mandado abrir en una roca. Cerró después con una gran piedra la entrada del sepulcro y se retiró.
Lo cubrieron con un sudario
Reunidos al día siguiente los príncipes de los sacerdotes y los fariseos, fueron a decirle a Pilato: ”Señor, recordamos que este impostor dijo: Resucitare al tercer día. Mandad, pues guardar su sepulcro; no vallan sus discípulos a llevarse el cuerpo, y después hagan creer al pueblo que ha resucitado.” Les contestó Pilato: ”Ya tenéis, guardias; haced que lo vigilen como deseáis.”
Oración al comenzar el Sábado Santo,
 ante la Cruz adorada el Viernes Santo
Sábado Santo. 19 de abril 2014
Sábado Santo

"Durante el Sábado santo la Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su pasión y su muerte, su descenso a los infiernos y esperando en oración y ayuno su resurrección (Circ 73).
Es el día del silencio: la comunidad cristiana vela junto al sepulcro. Callan las campanas y los instrumentos. Se ensaya el aleluya, pero en voz baja. Es día para profundizar. Para contemplar. El altar está despojado. El sagrario, abierto y vacío.
La Cruz sigue entronizada desde ayer. Central, iluminada, con un paño rojo, con un laurel de victoria. Dios ha muerto. Ha querido vencer con su propio dolor el mal de la humanidad.
Es el día de la ausencia. El Esposo nos ha sido arrebatado. Día de dolor, de reposo, de esperanza, de soledad. El mismo Cristo está callado. Él, que es el Verbo, la Palabra, está callado. Después de su último grito de la cruz "¿por qué me has abandonado"?- ahora él calla en el sepulcro.Descansa: "consummatum est", "todo se ha cumplido".
Pero este silencio se puede llamar plenitud de la palabra. El anonadamiento, es elocuente. "Fulget crucis mysterium": "resplandece el misterio de la Cruz."
El Sábado es el día en que experimentamos el vacío. Si la fe, ungida de esperanza, no viera el horizonte último de esta realidad, caeríamos en el desaliento: "nosotros esperábamos... ", decían los discípulos de Emaús.
Es un día de meditación y silencio. Algo parecido a la escena que nos describe el libro de Job, cuando los amigos que fueron a visitarlo, al ver su estado, se quedaron mudos, atónitos ante su inmenso dolor: "se sentaron en el suelo junto a él, durante siete días y siete noches. Y ninguno le dijo una palabra, porque veían que el dolor era muy grande" (Job. 2, 13).
Eso sí, no es un día vacío en el que "no pasa nada". Ni un duplicado del Viernes. La gran lección es ésta: Cristo está en el sepulcro, ha bajado al lugar de los muertos, a lo más profundo a donde puede bajar una persona. Y junto a Él, como su Madre María, está la Iglesia, la esposa. Callada, como él.
El Sábado está en el corazón mismo del Triduo Pascual. Entre la muerte del Viernes y la resurrección del Domingo nos detenemos en el sepulcro. Un día puente, pero con personalidad. Son tres aspectos - no tanto momentos cronológicos - de un mismo y único misterio, el misterio de la Pascua de Jesús: muerto, sepultado, resucitado:
"...se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo...se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, es decir conociese el estado de muerte, el estado de separación entre su alma y su cuerpo, durante el tiempo comprendido entre el momento en que Él expiró en la cruz y el momento en que resucitó. Este estado de Cristo muerto es el misterio del sepulcro y del descenso a los infiernos. Es el misterio del Sábado Santo en el que Cristo depositado en la tumba manifiesta el gran reposo sabático de Dios después de realizar la salvación de los hombres, que establece en la paz al universo entero".
Y ahora en silencio interior a esperar la Vigilia Pascual
José de Arimatea y Nicodemo ayudan a bajar a Jesús muerto
 Soy
José  de Arimatea.
No es verdad que sea pariente de Jesús, ni su tutor. Se han escrito muchos disparates sobre mí tal vez porque los Evangelios sólo indican que fui rico e influyente; tanto como para tener acceso inmediato al Procurador de Roma y exigirle el cadáver de Jesús.
Dicen también que fui discípulo oculto del Maestro. Es cierto; pero debo aclarar que no me ocultaba por cobardía: el mismo Jesús me pidió que volviera a casa, con mi familia, cuando le dije que estaba dispuesto a seguirle, a dar la cara por Él y a procurarle todo lo necesario para su misión en la tierra.
―Las zorras tienen guaridas―me respondió― y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza.
Y, tras añadir que su Padre del Cielo lo quería así, dijo en voz baja, casi al oído:
―No temas; Un día te pediré que seas el más valiente de todos.
Nunca sospeché que ese día estaba tan cercano y que iba a ser tan duro.
No supe nada del proceso a Jesús ni de su condena a muerte hasta la hora sexta del viernes. Acababa de regresar de un largo viaje por el norte y, al entrar en Jerusalén, me informaron de la terrible noticia.
Fui al Pretorio a toda prisa. Pilatos, como una fiera enjaulada, caminaba a grandes pasos por la estancia principal dando voces a su esposa Claudia, que lloraba en un rincón.
Me planté ante Poncio y le miré a los ojos con ira.
―¡Tenía que hacerlo! ―respondió como disculpándose, antes de que le preguntase nada―.
Entonces le pedí su cuerpo para embalsamarlo según nuestras costumbres y darle sepultura en un sepulcro de mi propiedad.
He dispuesto que vaya a la fosa común para evitar que sus secuaces organicen alborotos en torno a la tumba.
Según la ley romana ―le recordé―, los cuerpos de los ajusticiados se deben entregar a quien los pida para enterrarlos.
Yo soy la ley en Judea. 
Tal vez, pero no te sientes capaz de mirarme a los ojos.
Salí del Pretorio a la hora de nona con el permiso concedido, cuando ya había muerto el Señor. Pedí a uno de mis siervos que comprara una sábana y llegué al Gólgota en el momento en que los soldados descolgaban de la cruz el cadáver de Jesús. Juan, Pedro, Andrés y Santiago lo sostuvieron en brazos unos segundos y lo pusieron sobre las rodillas de María. Nicodemo, un anciano doctor de la ley y miembro ilustre del Sanedrín, se acercó con un grupo de mujeres.
El siroco del desierto había nublado el sol. Era una noche prematura, como un anuncio del sabbath que estaba a punto de llegar. Ungimos deprisa y entre lágrimas el cuerpo del Maestro.
Sólo María estaba serena. Me llamó “hijo” y yo sentí un escalofrío. Me besó, agradecida, cuando terminamos la tarea.
La piedra del sepulcro resonó como un trueno al cerrarse la entrada.
  Publicado por Enrique Monasterio 

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