¿Ya
leíste la Carta Apostólica «Porta fidei» en donde el Papa Benedicto XVI
convoca al año de la fe que Comenzará el 11 de
octubre de 2012, en el
cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y terminará
en la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, el 24 de noviembre de
2013?
(Parece un poco largo el artículo, pero está hecho por expertos.
La Carta del Papa merece ser leída y meditada.
Franja)
1.«La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de
comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta
para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y
el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa
puerta supone emprender un camino que dura toda la vida
La
necesidad de la fe ayer, hoy y siempre
2.- Profesar la fe en la Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo –equivale a
creer en un solo Dios que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8): el Padre, que en la
plenitud de los tiempos envió a su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo,
que en el misterio de su muerte y resurrección redimió al mundo; el
Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a través de os siglos en la espera
del retorno glorioso del Señor.
3.- Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las
consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo
tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida
común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que
incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible
reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su
referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy
no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una
profunda crisis de fe que afecta a muchas personas.
No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf.
Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de
nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a
creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4, 14).
4.- Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de
Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido
como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). Creer en
Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a
la salvación.
Vigencia y valor del Concilio
Vaticano II
5- Las enseñanzas del Concilio Vaticano II, según las palabras del beato
Juan Pablo II, «no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos
de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos
cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la
Iglesia. […] Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la
gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el
Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el
camino del siglo que comienza». Yo también deseo reafirmar con fuerza lo
que dije a propósito del Concilio pocos meses después de mi elección como
Sucesor de Pedro: «Si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica
correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la
renovación siempre necesaria de la Iglesia».
La renovación de la Iglesia es
cuestión de fe
6. La renovación de la Iglesia pasa también a través del testimonio
ofrecido por la vida de los creyentes: con su misma existencia en el mundo,
los cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer la Palabra
de verdad que el Señor Jesús nos dejó.
7.- En esta perspectiva, el Año de la fe es una invitación a una auténtica
y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Dios, en el
misterio de su muerte y resurrección, ha revelado en plenitud el Amor que
salva y llama a los hombres a la conversión de vida mediante la remisión de
los pecados (cf. Hch 5, 31). Para el apóstol Pablo, este Amor lleva al hombre
a una nueva vida.
La fe crece creyendo
8. «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): es el amor de Cristo el que
llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar. Hoy como ayer, él nos
envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los
pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19). Con su amor, Jesucristo atrae hacia
sí a los hombres de cada generación: en todo tiempo, convoca a la Iglesia y
le confía el anuncio del Evangelio, con un mandato que es siempre nuevo.
Por eso, también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en
favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y
volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe.
9.- La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que
se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace
fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un
testimonio fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente de los que
escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser
sus discípulos. Como afirma san Agustín, los creyentes «se fortalecen
creyendo».
Profesar, celebrar y testimoniar la
fe públicamente
10.- Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y
rezada, y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un
compromiso que todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año.
11.- El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La
fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con él. Y este «estar con
él» nos lleva a comprender las razones por las que se cree. La fe,
precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la
responsabilidad social de lo que se cree.
12.- No podemos olvidar que muchas personas en nuestro contexto cultural,
aún no reconociendo en ellos el don de la fe, buscan con sinceridad el
sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del mundo. Esta
búsqueda es un auténtico «preámbulo» de la fe, porque lleva a las personas
por el camino que conduce al misterio de Dios. La misma razón del hombre,
en efecto, lleva inscrita la exigencia de «lo que vale y permanece siempre.
La utilidad del Catecismo de la
Iglesia Católica
13. Para acceder a un conocimiento sistemático del contenido de la fe,
todos pueden encontrar en el Catecismo de la Iglesia Católica un subsidio
precioso e indispensable. Es uno de los frutos más importantes del Concilio
Vaticano II.
14.- Precisamente en este horizonte, el Año de la fe deberá expresar un
compromiso unánime para redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales
de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la
Iglesia Católica.
15.- En su misma estructura, el Catecismo de la Iglesia Católica presenta
el desarrollo de la fe hasta abordar los grandes temas de la vida
cotidiana. A través de sus páginas se descubre que todo lo que se presenta
no es una teoría, sino el encuentro con una Persona que vive en la Iglesia.
A la profesión de fe, de hecho, sigue la explicación de la vida
sacramental, en la que Cristo está presente y actúa, y continúa la
construcción de su Iglesia. Sin la liturgia y los sacramentos, la profesión
de fe no tendría eficacia, pues carecería de la gracia que sostiene el
testimonio de los cristianos. Del mismo modo, la enseñanza del Catecismo
sobre la vida moral adquiere su pleno sentido cuando se pone en relación
con la fe, la liturgia y la oración.
16. Así, pues, el Catecismo de la Iglesia Católica podrá ser en este Año un
verdadero instrumento de apoyo a la fe, especialmente para quienes se
preocupan por la formación de los cristianos, tan importante en nuestro
contexto cultural.
17.- Para ello, he invitado a la Congregación para la Doctrina de la Fe a
que, de acuerdo con los Dicasterios competentes de la Santa Sede, redacte
una Nota con la que se ofrezca a la Iglesia y a los creyentes algunas
indicaciones para vivir este Año de la fe de la manera más eficaz y
apropiada, ayudándoles a creer y evangelizar.
18.- La fe está sometida más que en el pasado a una serie de interrogantes
que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre todo hoy, reduce el
ámbito de las certezas racionales al de los logros científicos y
tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo de mostrar cómo entre
la fe y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno, porque ambas,
aunque por caminos distintos, tienden a la verdad.
Recorrer y reactualizar la historia
de la fe
19. A lo largo de este Año, será decisivo volver a recorrer la historia de
nuestra fe, que contempla el misterio insondable del entrecruzarse de la
santidad y el pecado. Mientras lo primero pone de relieve la gran
contribución que los hombres y las mujeres han ofrecido para el crecimiento
y desarrollo de las comunidades a través del testimonio de su vida, lo
segundo debe suscitar en cada uno un sincero y constante acto de
conversión, con el fin de experimentar la misericordia del Padre que sale
al encuentro de todos.
20.- Durante este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo, «que
inició y completa nuestra fe» (Hb 12, 2): en él encuentra su cumplimiento
todo afán y todo anhelo del corazón humano. La alegría del amor, la
respuesta al drama del sufrimiento y el dolor, la fuerza del perdón ante la
ofensa recibida y la victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo
tiene su cumplimiento en el misterio de su Encarnación, de su hacerse
hombre, de su compartir con nosotros la debilidad humana para transformarla
con el poder de su resurrección. En él, muerto y resucitado por nuestra
salvación, se iluminan plenamente los ejemplos de fe que han marcado los
últimos dos mil años de nuestra historia de salvación.
No hay fe sin caridad, no hay
caridad sin fe
21.-. El Año de la fe será también una buena oportunidad para intensificar
el testimonio de la caridad. San Pablo nos recuerda: «Ahora subsisten la
fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de ellas es la
caridad» (1 Co 13, 13). Con palabras aún más fuertes —que siempre atañen a
los cristianos—, el apóstol Santiago dice: «¿De qué le sirve a uno,
hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo
esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos de alimento
diario y alguno de vosotros les dice: "Id en paz, abrigaos y
saciaos", pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?
Así es también la fe: si no se tienen obras, está muerta por dentro. Pero
alguno dirá: "Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin
las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe"» (St 2, 14-18).
22.- La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un
sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se
necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino.
En efecto, muchos cristianos dedican sus vidas con amor a quien está solo,
marginado o excluido, como el primero a quien hay que atender y el más
importante que socorrer, porque precisamente en él se refleja el rostro
mismo de Cristo. Gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro
amor el rostro del Señor resucitado es compañera de vida que nos permite
distinguir con ojos siempre nuevos las maravillas que Dios hace por
nosotros. Tratando de percibir los signos de los tiempos en la historia
actual, nos compromete a cada uno a convertirnos en un signo vivo de la
presencia de Cristo resucitado en el mundo.
Lo que el mundo necesita son
testigos de la fe
23.- Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio
creíble de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del
Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de
Dios y de la vida verdadera, ésa que no tiene fin.
24.- «Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3,
1): que este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con Cristo,
el Señor, pues sólo en él tenemos la certeza para mirar al futuro y la
garantía de un amor auténtico y duradero.
25.- Las palabras del apóstol Pedro proyectan un último rayo de luz sobre
la fe: «Por ello os alegráis, aunque ahora sea preciso padecer un poco en
pruebas diversas; así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el
oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego, merecerá premio,
gloria y honor en la revelación de Jesucristo; sin haberlo visto lo amáis
y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con un gozo
inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe; la salvación de
vuestras almas» (1 P 1, 6-9). La vida de los cristianos conoce la
experiencia de la alegría y el sufrimiento. Cuántos santos han
experimentado la soledad. Cuántos creyentes son probados también en
nuestros días por el silencio de Dios, mientras quisieran escuchar su voz
consoladora. Las pruebas de la vida, a la vez que permiten comprender el
misterio de la Cruz y participar en los sufrimientos de Cristo (cf.Col 1,
24), son preludio de la alegría y la esperanza a la que conduce la fe: «Cuando
soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12, 10). Nosotros creemos con firme
certeza que el Señor Jesús ha vencido el mal y la muerte. Con esta segura
confianza nos encomendamos a él: presente entre nosotros, vence el poder
del maligno (cf. Lc 11, 20), y la Iglesia, comunidad visible de su
misericordia, permanece en él como signo de la reconciliación definitiva
con el Padre.
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