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LOS PADRES DE LOS SANTOS
Santos esposos, José y María
A lo largo de la historia
de la Iglesia
se han sucedido ejemplos numerosos de padres cristianos que han ayudado a
recorrer con su abnegación personal, los primeros pasos de la entrega de sus
hijos. Son hombres y mujeres que han entendido con profundidad la grandeza de
su misión: tener hijos para el cielo. Su paternidad se ha abierto hacia
horizontes insospechados y han buscado "lo mejor para Dios", lo mejor
para sus hijos, aunque fuese lo más duro para ellos, aunque tuviera que estar
amasado con su sacrificio personal. La actitud de la madre de los apóstoles
Santiago y Juan constituye su mejor ejemplo: "dispón –pide al Señor– que
estos dos hijos míos tengan asiento en tu Reino, uno a tu derecha y otro a tu
izquierda" (Mt, XX, 20–21). Jesucristo no rechaza esa audacia de madre,
nacida del amor: sólo le aclara que eso lo concede su Padre celestial.
Aquila y Prscila discípulos de S. Pablo
No hay que remontarse a los
primeros siglos del cristianismo, cuando la entereza con que los padres
cristianos afrontaban el martirio era el mayor acicate para sus hijos: los
testimonios de padres que han preparado con generosidad la entrega de sus hijos
recorren todo el arco de la historia, en la que se suceden testimonios
emocionantes de desprendimiento y generosidad. Te aseguro –escribía Santo Tomás
Moro a su hija Margarita– que antes que por descuido mío se echen a perder mis
hijos, capaz soy de gastar toda mi fortuna y despedirme de negocios y
ocupaciones para dedicarme por entero a vosotros..."
Esta realidad se observa de
modo especialmente patente en la vida de los santos. La historia presenta una
galería magnífica –y desconocida– de padres de santos, que con su ejemplo y su
entrega silenciosa en favor de sus hijos hicieron, sin saberlo, un servicio inconmensurable
a la Iglesia
universal.
Santos Mártires, Crisanto y Daría
Sus figuras permanecen
humildemente y eficazmente detrás en las biografías de sus hijos. Pero ninguno
protestaría por esto: su vida fue, en gran medida, la de sus hijos; su vivir
fue des–vivirse por ellos: la gloria de su hijos es su mejor gloria. Ahora, la
luminaria de santidad de la vida de los santos nos deslumbra y casi nos impide
ver a sus padres: pero fueron ellos en multitud de ocasiones los que cuidaron
que esa luz, encendida en el alma de sus hijos por el Espíritu Santo, no se
apagara.
Esposos Ortiz de Landázuri con D. Alvaro del Portillo
Resulta difícil elegir un
ejemplo sobresaliente entre todos ellos. Hay emperatrices, reinas y madres de
reyes, como Blanca de Castilla, madre de San Luis, Rey de Francia, o su hermana
Berenguela, madre de Fernando III el Santo. Y también humildes padres de
familia que no llegaron a conocer en la tierra la gloria de sus hijos.
Un pobre alguacil de Riese
Esto fue lo que le sucedió a
un pobre alguacil de Riese, un pueblecito del Norte de Italia. Se llamaba Juan
Bautista Sarto y vivía de lo que podía: de su trabajo en el Ayuntamiento –75
céntimos al día–, de los frutos de un pequeño huerto, y de lo que le
proporcionaba el cuidado de una vaca. Era un hombre humilde y su casa se le iba
llenando de hijos: Giuseppe, Angelo, Rosa, Teresa, María, Antonia, Lucía, Ana,
Pedro Cayetano... Su mujer, Margarita Sanson, trabajaba día y noche de
costurera. El mayor, Beppino, parecía un chico despierto.
Era una pena que esa
inteligencia se perdiera, pero él no tenía dinero para darle estudios. Hasta
que un día vino el coadjutor a verle: había que enviar a aquel chico, que
prometía tanto, a estudiar a Castelfranco, a siete kilómetros de Riese. Beppi
quería ser sacerdote.
Juan Baustista Sarto se
angustió: ¿qué podía hacer él, un pobre alguacil de pueblo, sin más recursos
que su huerto y su vaca, con siete hijos a la mesa? El esperaba, además, que
Beppi empezara a ayudarle pronto a sostener a la familia y...; pero estaba
dispuesto a hacer cualquier sacrificio para que su hijo pudiera ser sacerdote,
y, aunque fuera muy doloroso para él y para su hijo, no se le ocurrió otra
solución que ésta: él tendría que redoblar su trabajo; y Beppino iría y
volvería todos los días de Riese a Castelfranco... andando.
Beppi salía de madrugada y
volvía de noche. Castelfranco estaba a siete kilómetros. Venía con los pies
ensangrentados: se quitaba las sandalias para no gastarlas. A su madre se le
partía el corazón al verle así. Pero no había más remedio. Pasó el tiempo;
Beppi terminó sus estudios en Castelfranco, y tenía que seguir estudiando.
Acudió al párroco: él quería sacar adelante la vocación de su hijo, pero ¿qué
podía hacer? Don Fito tuvo una idea: escribirían al Patriarca de Venecia, que
era de Riese y procedía también de una familia pobre, como él. ¡Mamma mia! ¡El
Patriarca de Venecia! Aquellas palabras sonaban imponentes y casi inaccesibles
en los oídos del pobre alguacil. ¡El Patriarca de Venecia! Pero la escribió:
¿qué cosa hay que un padre no haga por un hijo que quiere ser sacerdote?
Pasaron las semanas. Cuando
llegó la carta no se atrevió a abrirla. Le temblaba el pulso; fue corriendo a
buscar al cura. D. Fito leyó: ¡el Cardenal de Venecia concedía una beca para
que su hijo estudiara en Padua! Aquello era un portillo de luz en medio de su
pobreza, que seguía siendo agobiante: para hacerle la sotana, Margarita tuvo
que llevar un viejo colchón al monte de Piedad de Castelfranco.
Juan Bautista murió poco
tiempo después. El joven Beppi vio, con el corazón destrozado, cómo su madre
tuvo que trabajar aún más, de día y noche, para sacar adelante a la numerosa
familia sin contar con su ayuda. Pero ella lo hizo gustosa por sacar adelante
la vocación de su hijo. Un hijo que un día llegaría a ser cardenal de Venecia;
Papa, con el nombre de Pío X; y santo.
La historia de los padres de
San Pío X no es un caso aislado. Como ésta, podrían relatarse miles de
historias en la que los padres cristianos han escrito, con sencillez, páginas
admirables de callado heroísmo y de abnegación. Una abnegación que ha dado
frutos de santidad en toda la
Iglesia : en el amplio cuadro de renovación y de impulso
espiritual que supuso el Pontificado de Pío X se recorta en la lejanía, con
toda la grandeza de su humildad, la sencilla figura del pobre alguacil de Riese.
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